Que España es un país imposible lo sabemos todos. Mucho más discutibles son las razones de tal condición. Hay quien piensa que se debe al fanatismo de los nacionalismos periféricos que aspiran, sobre todo, a ser centros de sí mismos. Dado que no pueden cambiar la geografía, intentan reescribir la historia, madre y maestra del tiempo, para que con el decurso de los años y la idiotez ambiental (creciente) todos piensen igual que ellos. Otros, en cambio, creen que el motivo íntimo del eterno circo político español es la excesiva tolerancia --pueden llamarla también generosidad, si se sienten piadosos-- del Estado (la representación política de España) con las diversas minorías que reclaman la independencia, generalmente sin saber manejar en favor del bienestar de los ciudadanos el autogobierno concedido por la Constitución.
Ambas perspectivas son ciertas y también incompletas. Todos los independentismos deben inventar un ogro para hacer plausible, ante las mentes infantiles, el cuento del lobo y su epopeya patriótica. Es el fet diferencial. “Nosotros somos distintos”, dicen. Nunca aclaran que los estrechos límites del demos que enuncian son arbitrarios. Los nacionalismos explotan, y al tiempo restringen, el sentimiento natural de pertenencia. Apelan a la cultura, pero buscan dinero y poder, como los totalitarismos, para practicar la ingeniería social. Si la realidad no casa con sus deseos, se cambia la vida de la gente, no de ideas.
Desde las élites de Madrid, que no representan a las de toda España, suele argumentarse en dirección opuesta: son las concesiones en favor de los nacionalismos vasco y catalán las que, en lugar de serenar las aguas, han amplificado durante años la espiral de insolidaridad que caracteriza el tablero político español. La famosa conllevancia de Ortega y Gasset, según esta lectura, fue un soberbio error. Los nacionalistas, desde luego, no se caracterizan por su sentido de la lealtad. Su peregrina idea de la generosidad empieza y termina con ellos mismos.
Conviene, sin embargo, no olvidar un hecho: las transacciones del poder estatal en favor de los nacionalismos, constantes con independencia de quien estuviera en la Moncloa, son hijas de la Transición. No empezaron con Pedro Sánchez. Han sido tradicionales desde la reforma política que restituyó la monarquía a partir de las fuentes --jurídicas-- de una dictadura criminal. ¿Por qué? El relato de la concordia necesitaba el aval, aunque fuera circunstancial, de los comunistas y los nacionalistas. Sin ellos la novela de la Transición (con su final feliz) nunca hubiera funcionado. Salta a la vista: los nacionalistas de entonces no son los independentistas de ahora, pero ambas ideologías no se hayan movido ni un milímetro de sus respectivos dogmas. Son fanatismos, no racionalismos.
La biología es imbatible: los seres humanos se mueren. El agotamiento de la Transición se debe a esta contingencia porque lo que en realidad triunfó a mediados de los setenta fue un pacto de personal entre políticos concretos, no un acuerdo sobre principios generales. Los padres de la Constitución no han dejado herederos: sus legatarios no se sienten obligados por la voluntad del testador. Para ellos lo trascendente es el aquí y el ahora. El desarrollo del Estado autonómico, hecho después de votar la Constitución mediante acuerdos de intereses mutuos, incluso de espaldas a sus principios, inoculó el virus de los orgullosos labriegos, tan relevante en Euskadi y Cataluña, a muchas autonomías que jamás se pensaron como tales.
Desde entonces, en buena medida por el zeitgeist que en los setenta alimentaba a los partidos de la izquierda, asistimos a un circo infinito merced al cual algunos llaman colonias interiores --vetusto concepto, tan de época-- a los territorios de España, alterando así la realidad histórica para sustuirla por una ficción (fenicia) donde las élites regionales, herederas del caciquismo de la Restauración, emulan a los criollos de la América Hispana.
Dos ejemplos: esta semana, con motivo de los 1.300 años de la batalla de Covadonga, el presidente de Asturias, el socialista Adrián Barbón, afirmó que los ciudadanos debían sentirse “orgullos” del antiguo reino cristiano del noroeste. En Cataluña, Dolors Feliu, presidenta de la ANC, defendía en TV3 que en Andalucía también debe impartirse la educación en catalán, insistiendo en que el español (que los independentistas acostumbran a llamar castellano) es una lengua extranjera y, al cabo, una imposición en Cataluña, aunque todo el mundo la utilice voluntariamente.
Son delirios con idéntico argumento. La realidad frustra sus anhelos y los adolescentes con tribuna pública se refugian en una ficción --en apariencia amable-- que además de absurda no tarda en volverse siniestra. Según el presidente asturiano, existen tres certezas inequívocas que “hay que pone en valor”[sic]. Primera: don Pelayo existió. Segunda: en Covadonga hubo una batalla. Y tercera: el reino de Asturias fue “una entidad jurídico-política”. “Debemos reivindicar” --según el prócer asturiano-- “esta nueva (¿?) forma de gobierno con orgullo porque forma parte de nuestra tradición. Somos porque fuimos”. Cualquier parecido con un edil de Sant Martí d’Albars no es una mera coincidencia, sino una asociación exacta.
El presidente de Asturias, lo decimos con cariño, es un feliz analfabeto. Enhorabuena. Nadie puede sentirse orgulloso, sin hacer el ridículo, de lo que no ha hecho personalmente con sus propias manos. El talento no se hereda. Y él, como la totalidad de los asturianos vivos, no participó en el lance de Covadonga. Nadie es porque otros, hace siglos, fueran. En la mentira pueden existir matices; la verdad, sin embargo, no los tolera. O es cierta o no es.
Barbón, sin duda, merece entrar en la Academia de Historia como hijo preclaro de la Covadonga de Pericles. Y los rebeldes izquierdistas de los años setenta, ignorantes de la digna herencia de la Tercera España, transformados tras pisar las mullidas moquetas del poder en comprensivos y dialogantes comisionistas, sublimes maestros del relativismo político, hubieran merecido en su día una cátedra a perpetuidad en la Academia de Ciencias Morales. La España oficial es una España in fabula. Un país donde, como escribió el poeta León Felipe, “la cuna del hombre la mecen con cuentos, / el llanto del hombre lo taponan con cuentos, / los huesos del hombre los entierran con cuentos, / y el miedo [además del interés bastardo] del hombre... / ha inventado todos los cuentos”.