A Laura Borràs y sus chambelanes no les ha ido bien el Congreso de Junts per Catalunya celebrado en Argelers sur Mer. Aurora Madaula no ha conseguido brillar ni despuntar, mientras David Torrents, aspirante a ocupar la Secretaría de organización, no ha obtenido ni un 50% de apoyos para optar al cargo. Por cierto, una responsabilidad política ésta que en muchas estructuras partidarias suele ser sinónimo de poder orgánico ilimitado. Tampoco anda demasiado contenta Esther Vallès con su bolsita de votos y sin aval. En esta ocasión el clásico modus operandi de Laura Borràs de centrifugar responsabilidades, y culpar de los males a las cloacas del Estado, no cuela ni en TV3. ¡Ojo! A no ser que la presidenta del Parlament sea capaz de divisar un pacto secreto entre los republicanos y Jordi Turull. No voy a entrar en consideraciones acerca de la dinámica congresual de Junts, tampoco sobre si un índice de participación del 38% es suficiente para estar satisfecho, o si se puede obviar el resultado de una votación. Allá cada cual con la interpretación de sus estatutos y códigos éticos.
Es evidente que Junts tiene planteadas importantes incógnitas y problemas a despejar. La mesa de diálogo es una de ellas, pero también lo son la política de alianzas y pactos con ERC en el Govern de la Generalitat y con los socialistas en la Diputación de Barcelona. Estos temas no son cosa baladí porque, más allá de su importancia en la esfera de la gestión de lo público, configuran el colectivo de cargos de confianza y asesores de los respectivos partidos de gobierno. La ruptura de esos acuerdos tendría inevitablemente consecuencias sobre el actual statu quo y, sinceramente, no veo a demasiados cargos institucionales por esa labor rompedora.
No obstante permítanme que comente un tema aparentemente superficial pero que quizás no lo sea tanto. Puigdemont, Turull y Comín cargaron duramente contra Pedro Sánchez y ERC. Sus discursos se inscriben en una lógica que pudo dar sus resultados durante el 1-O de 2017 pero que hoy en día suenan a prehistoria y nostalgia. La ciudadanía reclama pactos, paz y concordia. Cuando Jordi Turull habla de pasar a la acción para culminar el proceso de independencia de Cataluña y "poner la directa" yerra. Cuando Toni Comín insta a convertir el Govern "en una verdadera herramienta de confrontación con el estado" para que las calles sean un escenario de "desbordamiento democrático" uno piensa que es un cínico, o un sectario desconectado de la realidad. ¿Aún no han interiorizado en Junts que un buen número de ciudadanos se ha descolgado de la mística paralizante del procés? ¿Acaso ignora la cúspide del partido lo que auguran sondeos y encuestas respecto a su formación? Cuando Turull insiste en criticar lo que él considera los "profetas del pesimismo y la derrota" se delata.
Junts necesita recuperar fuerzas de cara a las próximas contiendas electorales. El posibilismo anida en el discurso de ERC y el deseo de acuerdo en el del PSC. Junts carece, al menos de momento, de una definición programática e ideológica que le permita articular un discurso que vaya más allá de los tópicos y mantras del 2017. Sus dirigentes, conscientes de sus propias contradicciones, han optado por echar mano de los refunfuñones, del posible voto refunfuñón. De ese elector que no está especialmente cabreado por nada, pero que se queja de todo. Un elector que sentimentalmente está dispuesto, cuando no se abstiene, a votar siempre opciones independentistas a pesar de tener interiorizado que sus ojos no verán jamas Ítaca. Un elector al que le agrada el postureo de Borràs, el victimismo y la denuncia de lo poco que nos quieren más abajo del Ebro. El puigdemontismo 2022 sabe que ha de echar las redes ahí porque en otras aguas se hace más política y menos soflamas estomacales.
El voto es un concepto que admite muchos complementos. Lo hay útil, oculto, prestado, volátil, cautivo, en blanco y también ¡Refunfuñón!