Estamos a un año vista de las elecciones municipales y esto se nos puede hacer interminable. A la espera de cómo se recompone esa infinita fragmentación que orbita en torno a Junts, todo apunta a que asistiremos a una campaña a tres (ERC, PSC y Comunes), aunque pueda haber hasta una decena de candidaturas o más. La situación invita a pensar que, más que ante una posible alternativa de gobierno local, estamos frente a una complicada disyuntiva. Si admitimos como realidad la teoría de votar con la pinza puesta en la nariz o el principio de que se vota en contra o por descarte en lugar de a favor de tal o cual aspirante, el panorama puede parecer desalentador.

Aunque queda mucho, empieza a tomar cuerpo en algunos ambientes la hipótesis de que, gane quien gane, gobernará Ada Colau otros cuatro años. Es como si se estuviese fraguando una corriente de opinión, incluso en ambientes de sensibilidad socialista y críticos hasta hace dos días con la gestión municipal, tendente a considerar a Colau como el mal menor. Tiempo tendrán algunos biempensantes acomodaticios de arrepentirse si ese ambiente se consolida. Sobre todo teniendo en cuenta que hoy por hoy no existe oposición y, como dice la interfecta, su “principal oposición es Foment”, es decir su caverna particular, allí en donde anidan los fondos buitre o, en general, las empresas. Lo mismo que se extiende la sospecha de un cambio en la ley catalana de referéndum para reducir el número de peticionarios para las llamadas consultas populares: el cambio de cromos siempre es posible, en especial tras el acuerdo sobre la cuestión lingüística.

Siempre nos puede quedar la esperanza de que, con doce meses por delante, se reactive el espíritu crítico que parecía prevalecer hasta ayer. Es pronto también para obsesionarse con las encuestas. Cada cual tiene sus estudios demoscópicos guardados bajo siete llaves. Sin embargo, el voto aun es fluctuante y no se fijará en muchos casos hasta el último tramo de la campaña. La historia de la pandemia nos ha enseñado que los meses se hacen eternos, muy largos y es sabido que la preocupación es mejor dejarla siempre para el adversario. El problema es saber en cada caso quién es el contrincante.

La noche electoral del 28 de mayo de 2023 será apasionante: viviremos desde el cierre de los colegios una negociación a cara de perro, sin concesiones, sabiendo todos y cada uno de los interlocutores que en un ayuntamiento no eres nadie en la oposición, subordinado a las directrices de quien tiene la vara de mando. Ya veremos quién gana. Las cosas apuntan hoy a ERC pero, a fin de cuentas, puede ocurrir que los intereses de partido a medio y largo plazo acaben imponiendo extraños acuerdos. Hay cierta creencia general de que los comunes no dejarán el ayuntamiento de Barcelona ni con agua hirviendo; es más, no pueden permitirse el lujo de que su lideresa tire la toalla porque sin ella no son nada, desaparecerían prácticamente. Por otro lado, a fin de cuentas, al independentismo le interesa Barcelona como instrumento, al menos mientras dispongan de la Generalitat. Las condiciones son óptimas para que el PSC no sirva ni de mal menor, cosa que no es precisamente muy alentadora; al menos para cuantos pensamos que hay una oportunidad para que algo nuevo se imponga. Pero seguimos ante una disyuntiva, más que ante una alternativa.

El panorama de fragmentación resulta además al menos en principio, una situación favorable para los comunes, con la alcaldesa enfrascada en una campaña delirante para cohesionar a su militancia. Quizá sea estratégicamente prematuro, pero no hay día sin entrevista o declaraciones de Ada Colau en algún medio informativo: a este ritmo y salvo que haya segunda ronda a partir de septiembre, se le acabarán los púlpitos desde los que predicar. Y, si se produce una desmovilización electoral, mejor que mejor para ellos. A fin de cuentas, los comunes obtuvieron poco más de 150.000 votos en las elecciones de 2019, con una abstención de casi el 34%, apenas un 13’7% de los votos emitidos. Aferrarse a esa bolsa de votos siempre puede ser una garantía. Es más: cuando se plantearon en 2019 el pacto con el PSC, casi una tercera parte de sus llamados “inscritos” preferían ya hacerlo con ERC.

Además, después de todo, los comunes son los socios más firmes y fieles del Gobierno cuyos planes no conocemos, suponiendo que tenga alguno, para llegar vivo a finales de la legislatura en 2023. Aun veremos cosas sorprendentes. Siempre quedará en Moncloa una inclinación a subordinar la política local a los intereses y componendas de la política nacional. Y atención: ya hay quien trata de cruzar apuestas sobre si Yolanda Díaz, acabará situada en lugar destacado en las listas electorales del PSOE, sin que tengamos la más remota idea de que es lo que quedará a la izquierda del socialismo oficial. Andalucía será el laboratorio de dónde poder extraer algunas conclusiones.

Quizá se fíe todo a la economía por parte de quienes tienen las riendas del poder. Todo es posible. El riesgo es alto, sin duda. Barcelona ha vuelto a recuperar la banda sonora de las maletas traqueteando sobre las baldosas: vuelve el turismo. Lo malo es que habrá que sobrevolar durante muchos meses la crisis pasada con un solo motor.  Mejor será para todos pensar que no vengan tiempos de frondas, como en aquellos tan lejanos del cardenal Mazarino y las revueltas que sacudieron Francia debidas a la crisis económica