Toda sociedad preserva sus instituciones en la medida en que le dan confianza. La pérdida de confianza es ahora mismo un riesgo prominente para el sistema demoliberal y mucho más aún en sociedades que, como ocurre en Cataluña, se ven absorbidas por conflictos primitivos que llevan la desconfianza institucional al paroxismo. El Parlament de Cataluña es un caso clínico. Ninguna confianza puede generar en la ciudadanía, ni la menor credibilidad, un parlamento autonómico que todavía custodia como “exvoto” el quebrantamiento efectuado por las declaraciones unilaterales de independencia y el fomento de la inseguridad jurídica.
La atomización en facciones del pospujolismo --penosa herencia de su fundador-- se supera cada día como ejemplo de lo que no hay que hacer y eso genera más desconfianza, una desconfianza pasiva hasta que llegue a provocar estados reactivos. Y en alguna parte estará el ánimo de quienes participaron en las dos grandes manifestaciones a favor de la Constitución o los votos que dieron su mejor logro a Ciutadans. Mientras tanto, como acción de gobierno, la presencia de la Generalitat es totalmente nula, salvo cuando se trata de incumplir la ley, idear más impuestos, contribuir a la inflación o dedicarse a la grosera disputa entre JxCat y ERC por despachos, redes clientelares y, en definitiva por el voto que fue procesista y ahora no sabemos qué.
Si el gran desafío de las sociedades liberales es --como dice Fukuyama-- mantener el orden social frente al cambio tecnológico y económico, en Cataluña se está más bien en un estadio significativamente regresivo y eso representa infaustamente una desconfianza más elemental y difícilmente reversible. Así se ha llegado al letargo por falta de alternancia política, con lo que el ciudadano tiene pocos incentivos para acercarse a las urnas, salvo para contraponer una demagogia con otra. Los ultras del independentismo y los “boixos nois” del procés activan la reacción de quienes se sienten agredidos y no ven otro voto que les contente que el “no” extremo.
Poca confianza pueden dar las instituciones que dedican la jornada a buscar atajos para incumplir la ley y burlar al Estado. Y para quienes creemos que lo que hoy necesita la sociedad catalana es confianza en las instituciones, impecable respeto a la ley y visión de futuro, lo que tenemos a la vista es un vacío fantasmagórico que se circunscribe a la ruptura institucional practicada por políticos de escasa alcurnia, de Artur Mas a Torra. En las sesiones del Parlament, las arbitrariedades de la presidencia han alejado toda posibilidad de debate constructivo. Reconstruir una Cataluña que sepa gestionar eficazmente su autonomía, ofrecer incentivos a la iniciativa privada, atraer inversiones y generar estabilidad todos los días es en estos momentos una de aquellas empresas inútiles que generan melancolía sino descontento en la calle. Aun así, no es una situación irreversible aunque lo crean los activistas del determinismo lineal que desembocaría en una república independiente. Frente a eso permanece la Constitución de 1978. Lo que falta es que la sociedad catalana que ha percibido el grave coste del procés se dote de líderes y organizaciones cuando lleguen las elecciones, sin esperar --como ha ocurrido-- a que otros le solventen el problema. Volvamos a las películas de John Ford y olvidémonos de un Torrente con barretina.