El martes pasado, aprovechando que mi hijo dormía la siesta a su hora, me puse a hojear uno de los muchos ejemplares de la revista The New Yorker que se me acumulan sin leer encima de la mesa de mi despacho (cada vez me se me hace más difícil terminar sus larguísimos artículos, supongo que me hago mayor) y di con un reportaje interesante que hablaba sobre la disminución general del deseo sexual que está teniendo lugar en Occidente, o al menos en Estados Unidos.
El reportaje citaba un estudio publicado en noviembre de 2021 por The Journal of Sexual Medicine que delataba un descenso, pequeño pero notable, del deseo, placer y frecuencia sexual entre los estadounidenses. De entrada, la pandemia --al contrario de lo que muchos pensaban-- tuvo un claro efecto antiafrodisíaco debido a lo que se conoce como “sistema inmunitario conductual”, un mecanismo endógeno del ser humano que se activa ante la amenaza de una enfermedad infecciosa y que reduce nuestra capacidad para sentirse atraído por alguien y nuestro deseo de emparejarnos. En fin, un mecanismo de supervivencia crucial cuando no existían los antibióticos.
Sin embargo, la pandemia no es la razón más importante a esta sequía sexual generalizada, tanto en Estados Unidos como en otros países industrializados. En 2018, casi una cuarta parte de la población de Estados Unidos --récord histórico-- afirmaba no haber tenido ningún tipo de relación sexual en los últimos doce meses. Otro dato: entre la población veinteañera actual, la probabilidad de encontrar a alguien sexualmente inactivo es dos veces y medio más alta que entre los miembros de la Generación X a su edad.
Los expertos especulan con varias explicaciones. La primera es que la cifra de jóvenes que viven con los padres se ha disparado. En Estados Unidos, vivir con los padres es ahora la circunstancia más común entre los 18 y 34 años de edad. Otra explicación sería simplemente que los jóvenes, especialmente los hombres, ya no muestran tanto interés por el sexo, sea porque subliman su deseo sexual hacia los videojuegos o lo agotan consumiendo pornografía. La tercera explicación interpreta este declive del sexo como síntoma y consecuencia de la epidemia de soledad que azota el mundo occidental.
“Necesito aprender a estar solo”, me decía hace poco un amigo que acaba de separarse. Mi amigo lleva veinte años encadenando parejas estables y dice que está acostumbrado a que al llegar a casa después del trabajo haya una mujer que le escuche. Ahora que no la tiene, sufre ansiedad. “A nadie le gusta estar solo”, me tranquilizaba hace poco mi psicóloga, cuando le pregunté si tenía que sentirme mal por haber decidido tener un hijo sola y vivir en casa de mis padres. “Otra cosa es que nos acostumbremos a ello porque no nos queda otro remedio, como me ocurrió a mí, al quedarme viuda. Pero eso de que hay que estar bien estando solos es un invento moderno”, me dijo.
En el libro The Lonely Century, la economista británica Noreena Hertz describe un mundo que se desmorona, “en el que el aislamiento social no solo amenaza nuestra salud física y mental, sino el corazón de nuestras democracias”, escribe, según cita The New Yorker. Vivimos un momento distópico, dominado por la tecnología, la economía contactless, el auge de viviendas unipersonales, un mundo donde los niños se entretienen viendo videos frikis en YouTube y hay mujeres mayores en Japón que con tal de no sentirse solas cometen pequeños crímenes para poder ir a la cárcel y sentirse parte de una comunidad. No es normal.
Por último, los expertos vinculan esta sequía sexual en occidente al empoderamiento de la mujer y su plena autonomía sobre su vida sexual y emocional. Es decir, su capacidad para decir no. ¿Por qué una de cada cuatro mujeres americanas lleva más de dos años sin tener una pareja sexual (y una de cada diez, cinco años o más)?
La respuesta estaría en el rechazo de las mujeres a la “brusquedad” estándar que caracteriza al sexo contemporáneo por influencia del porno. Según un estudio reciente, al menos un 20% de las mujeres estadounidenses afirmaban haber sido agarradas con fuerza por el cuello, sintiéndose medio estranguladas, mientras tenían relaciones sexuales con un hombre; un 32% había experimentado que el hombre eyaculara en su cara; y un 34% había soportado una felación agresiva. Mejor solas.