Tiene mucha razón Joan Garriga, portavoz de Vox en el Parlament, y hace muy bien en denunciar los gastos innecesarios, el despilfarro que suponen las oficinas de los expresidentes de la Generalitat; gastos suntuarios y del todo inútiles que él cifra en un millón de euros, entre sueldos, coches y chóferes oficiales, alquiler de espacios, bedel, personal administrativo y demás canonjías que disfrutan los seis exmandatarios: los señores Pujol, Maragall, Montilla, Mas, Puigdemont y Torra.
Ya los emolumentos del presidente de la Generalitat en activo constituyen un despilfarro, más del doble que el presidente del Gobierno, cuya labor por definición abarca más y es más compleja. ¿Cómo hemos llegado a esto? ¿Qué clase de nervio moral y estético acepta sin rechistar estos sobresueldos, y de qué son síntoma? Veamos.
Al margen de la codicia, desde un punto de vista psicológico es posible que la infatuación de la casta política regional llevase a la consagración de la figura del presidente de la Generalitat, al que además, durante muchos años, se atribuyó el tratamiento de “Muy Honorable”; título pomposo que supongo se le sigue dando allí donde rige el protocolo. Era tan sublime la función y el cargo de presidente de la Generalitat, que se consideró una cuestión de dignidad que, cuando tuviera que abandonar el Palau, no se reincorporase a la vida social y laboral del común de los mortales. Nada de una jubilación decente pero comparable a la de un funcionario o un ejecutivo medio. Sino que gozase de por vida de hacienda, despacho, personal a su servicio y otras prebendas, todo gratis total, todo financiado generosamente por los contribuyentes.
Se sobreentendía que la mente privilegiada de los expresidentes y los conocimientos que habrían acumulado durante su ejecutoria, eran valiosísimos, y convenía darles, mediante esta sinecura, ocasión de que siguieran meditando en el bien del país y contribuyendo con brillantes ideas y sensatos consejos al debate público. De ahí que en cada oficina de expresidente no debe faltar ni una secretaria experta en dactilografía, ni una fotocopiadora.
Al señor Garriga le gustaría suprimir estos chiringuitos. Desde ya, le digo que no insista, que no lo conseguirá, porque los partidos tienen compromisos y equilibrios complejos, hoy por ti mañana por mí. Además, siempre le cabe al jefe de cada formación la posibilidad de llegar a ser algún día presidente, y luego gozar él de la sinecura. ¿No le ha caído por fantástica carambola la presidencia incluso al señor Aragonès?
Señor Garriga, le invito a no ser tan radical. No quiera suprimir de una tacada las seis oficinas, seis, de los expresidentes, por inútiles que le parezcan en todos los sentidos. No aspire a tanto. Yo, en su lugar, procuraría convencer a los demás parlamentarios de que las oficinas de los muy honorables Pujol, Maragall, Montilla, Mas, Puigdemont y Torra se deben fundir en una sola: que en un solo palacete se reúnan los seis próceres, con una secretaria y no seis, y un chófer, en vez de seis, y un solo bedel, y no seis. Se daría así ejemplo de austeridad.
Y allí los seis expresidentes podrían, por ejemplo, dedicar las mañanas a redactar sus memorias, cada uno en su pupitre; y luego almorzar juntos los seis; y en largas sobremesas, animadas tal vez con una copita de anís, o de lo que más le guste a cada uno, intercambiarían curiosas anécdotas del pasado e interesantes puntos de vista sobre el presente y el porvenir.
Luego podrían salir de paseo en el coche --sólo uno, que, eso sí, debería ser espacioso--, y ver la animación en las calles, y todo eso.
Incluso podrían emitir de vez en cuando un comunicado conjunto, firmado por los seis. Pero sólo en ocasiones señaladas. Por ejemplo, el 11 de septiembre. O cuando el Barça gane otra vez la Liga.