Quedé el pasado miércoles en la librería Laie de Pau Claris para tomar un café matutino con una periodista joven, de esas que aún buscan noticias. Al salir, compré Barcelona fantasma, el último libro de Ramón de España. Ese mismo día, empecé a leer. Como me temía, el texto me transportó a la ciudad de los años setenta y ochenta, a la mía, y he acabado con una buena resaca de añoranza. Los nacidos en los 50 del pasado siglo tenemos la sensación de que nos han robado Barcelona, la ciudad que se liberó del franquismo sin decidirse a entrar en el pujolismo. Pero esa ciudad, que se mantuvo alejada de los nacionalismos de unos y otros, está desapareciendo entre islas de colorines y pactos políticos sin sentido.
El sábado soñé que cantaba en la Sala Cibeles con los Pretenders. Mientras roncaba, decidí seguir la noche en el Club Bikini, donde encontré a mi padre en la pista con algunas copas de más. Eso ya me había ocurrido en la pura realidad, con el consiguiente disgusto. Nadie quiere toparse con su padre en una discoteca ni en la vida ni en los sueños. Mi progenitor volvió a repetir que aquella sala de fiestas era una mierda, que la buena era la Rosaleda, a donde iba en su juventud dorada. Antes de irse, bailamos un rock y nos aplaudieron.
Tras la resaca de saudades, abrí los ojos, me tomé dos cafés y salí a recorrer la ciudad donde nací, que visito de vez en cuando sin quedarme. Siempre he preferido estar de paso. En busca de tiempos perdidos y muertos muy vivos, me pateé la Diagonal, también parte del Eixample. Cansada de pasar por delante de franquicias de tapas y restaurantes de comida vegana, compré un bocadillo de jamón que me zampé sentada en un banco de madera delante del Boliche. Cerró el bar donde Ramón se emborrachaba antes de jugar a los bolos, al igual que la bolera en la que mi madre ganaba a sus novios. El enorme local fue ocupado hace años por unos multicines con filmes en versión original. Podía haber sido peor.
Echaban Alcarràs, de Clara Simón, la película que ganó recientemente el Oso de Oro en Berlín, y decidí entrar. La derrota de esos agricultores de Lleida, que hablan un catalán precioso a la vez que luchan contra las placas solares para salvar sus melocotoneros, me dejó algo triste. Reí con sus hijos, que juegan y cantan en castellano, y comprendí a los jóvenes que plantan marihuana entre los árboles de sus mayores para sacarse unos duros. Volví a casa pensando que, cuando se tiene un guion interesante, una directora de talento y suficientes recursos --de Cataluña, de España, de Europa--, se hacen buenas películas capaces de ganar premios internacionales.
Me sorprendió que la versión estándar que se proyecta en Cataluña estuviera subtitulada al castellano; es incómodo y confuso. Y todos los catalanes entendemos las dos lenguas. Cuando llegué a casa, encontré varios tuits de ultranacionalistas furiosos por haber sido obligados a leer en un idioma que no es el suyo, sino el del “invasor”. No creo que nadie quisiera imponerles nada. Tampoco es obligatorio leer los subtítulos; enseguida te olvidas de ellos. Pero creo que los distribuidores tomaron una decisión errónea. Proyectar la versión original, sin traducciones, hubiera sido mejor opción. De hecho, también existe la doblada al español para España y Latinoamérica.
En este país, existe la vieja costumbre de doblarlo todo, porque se cree que la gente va más al cine si la película está en su idioma materno. Pero hoy solo vamos a las salas los mayores tirando a viejos. Los jóvenes están acostumbrados a las plataformas y a los subtítulos. Como en Portugal, donde no doblan nada. Les sale más barato y, además, aprenden idiomas. Los hablan todos con buen acento, algo que no suele ocurrir en esta parte de la península ibérica.
En aquella Barcelona sin nacionalismos de entre 1975, cuando murió el dictador, y 1980, cuando llegó Jordi Pujol, a nadie le hubieran importado los puñeteros subtítulos. Hablábamos, leíamos, en las dos lenguas propias de la ciudad y de nuestras familias. O en la que nos daba la gana. Nos entendíamos. Los barceloneses, o eso decían mis abuelos, éramos capaces de entendernos con cualquiera que llegara a nuestros puertos. Ahora, no conseguimos dialogar ni entre catalanes. Siento nostalgia de la Barcelona que fue y ya no es. De una urbe que creía que siempre iría por delante, abriendo camino a la modernidad, al progreso, a los nuevos tiempos de las democracias europeas.