El Barça viene de protagonizar unas semanas que, más allá de la debacle futbolística, reflejan un hundimiento institucional sin precedentes. A las derrotas frente al Eintracht y el Cádiz, agravadas por las remontadas milagrosas del Madrid ante Chelsea y Sevilla, se les suma la toma del Camp Nou por los aficionados alemanes, el lamentable e indefendible papel de Piqué en la Supercopa, o las primeras dudas acerca del Espai Barça, dada la complicadísima situación económica del club. Pero siendo todo ello muy grave, lo más relevante no se da ni en el césped ni en el palco. Me refiero al silencio cómplice de la sociedad catalana, especialmente de quienes se consideran sus élites. Nada nuevo, por cierto.
Hace pocas semanas, el presidente Joan Laporta anunciaba que iba a gestionar el club como una empresa familiar. Y el hombre cumple con su palabra pues, a medida que se van directivos profesionales, emergen familiares y personas cercanas al presidente para ocupar cargos de primer nivel. Por las mismas fechas, se alcanza un acuerdo con Spotify, como patrocinador principal de la entidad, y el presidente se niega a dar detalles del acuerdo. Además, posteriormente, la telemática asamblea de compromisarios, sin conocer las condiciones de dicho patrocinio, aprueba por aplastante mayoría el acuerdo.
Unos hechos esperpénticos en cualquier sociedad, pero que resultan especialmente graves en Cataluña, por dos razones. De una parte, porque el Barça sigue siendo visto como una de las grandes referencias cuasi místicas del país y, de otra, por cuanto la denominada sociedad civil se autoconsidera de una solidez y ejemplaridad extraordinaria. Así las cosas y ante despropósitos que pueden llevarse por delante a la institución, me pregunto dónde están los prohombres a los que correspondería alzar la voz, dado su teórico compromiso con lo que representa el Barça y, por ende, con los intereses generales de Cataluña.
Sin duda, hay motivo para la indignación, especialmente para los culés, que no es mi caso, pero no para la sorpresa. Llevamos ya muchos años en que los silencios cómplices con el que manda han hecho mucho daño a nuestro país. Pero, además, esta falta de coraje cívico lo queremos revestir de sentido común y de una manera singular y dialogante de abordar los asuntos públicos. Todo ello me recuerda, con enorme añoranza, a José Manuel Lara cuando denunciaba que en Cataluña se confunde el cague con el seny. Tenía toda la razón. Así vamos.