Llegué a Barcelona en un otoño lluvioso. Tenía siete años. La ciudad era enorme, gris, y olía a piedra mojada. Había nacido allí, pero no la recordaba. Quería salir corriendo de vuelta a mi casa de Albacete, donde vivían mis padres, mis primos, mis amigos. No pudo ser. Me dejaron en el Eixample, en el principal de mis abuelos, y me porté bien. A la semana de vagar por los pasillos de aquel piso de la calle Caspe, de rezar el rosario con la bisabuela y merendar en la cocina, me pusieron una falda escocesa --muy moderna-- y me enviaron al colegio de las niñas catalanas. Mi vida cambió.
“I aquesta nena deu ser la filla de la Rosa Maria. Vinga, entra, anem a la teva classe”. Esas fueron las primeras palabras que no entendí de muchas que siguieron. Seguí a la hermana portera hasta un aula de la Divina Pastora, el colegio donde estudió mi madre. Me sentaron en un pupitre doble y pasé horas juntando piezas de madera, cuerdas y signos rojos. La monja profesora me entregó un ábaco con cuentas de colores. Así se aprendía a calcular en aquella escuela de método Montessori. Yo ya sabía sumar y restar a lo clásico, escribiendo los números con lápiz en un papel, aunque hice ver que aprendía con las maderitas. Quería ser una verdadera niña barcelonesa.
La salida al patio fue en parejas. Yo salí sola. “Anda bonicas, ¿me dejáis jugar a saltar al elástico?”, pedí con acento manchego. Las risas casi me revientan los tímpanos. “Querrás decir a las gomas, nueva, y a ver si sabes saltar mejor que hablar”, me soltó una cría con pinta de jefa. Entonces apareció Montserrat Balada, rubia y con trenzas. Me cogió de la mano y fuimos hacia otro grupo. Mis habilidades de saltadora me abrieron las puertas de aquel patio en el que todo se llamaba de otra manera. Al final de la primera semana, mi madre llamó por el teléfono negro que colgaba de la pared. No eran buenos tiempos y ahorraban hasta en las llamadas. “¿Cómo te ha ido?”, me preguntó. “No me han pegado”, respondí.
Montse, que era de Caldes, hubiera preferido que las clases de la escuela fueran en catalán, pues en su casa el español se hablaba poco. Pero era aplicada y lista, y sacaba buenas notas. Conversando en un popurrí de nuestras dos lenguas, nos convertimos en las mejores amigas; hasta fui a pasar un fin de semana en la masía de su familia, donde me enfrenté a mi primera escudella i carn d’olla. No pude con la pilota, pero me gustaron mucho la sopa y los garbanzos.
Me convenía, había dicho la bisabuela Paquita, conocer “la Catalunya endins”. Aquella señora tan devota, amante de los toros, de la música clásica y de Francesc Macià --le llevaba flores a escondidas al cementerio de Montjuïc-- no entendía por qué su bisnieta no hablaba su lengua: “Ha de parlar en català. Es diu Cullell, sisplau, quina vergonya”. Para calmarla, su hijo, mi abuelo, me regaló una antigua colección de revistas de El Patufet. Con ellas, aprendí a leer en mi otro idioma materno.
Solía invitar a Montse a patinar en aquel frío principal barcelonés. Para no congelarnos, dábamos vueltas a toda mecha por el pasillo circular que rodeaba salones y habitaciones medio vacías. A Montse lo que más le gustaba era ver salir a mis abuelos hacia el Liceu. Él, de traje oscuro y sombrero; su mujer, con vestidos largos y estola. Años después, me contó sus recuerdos: “Era la pareja más elegante que había visto nunca. Y parecían tan felices”. He pensado estos días en la Balada --así la llamábamos-- con ocasión del 175 aniversario del Gran Teatro.
Al llegar a la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) en Bellaterra, escogí hacer los exámenes en catalán, para aprender a escribirlo y porque mis compañeros del PSUC dijeron que era nuestro deber apoyar los idiomas minoritarios. Nunca pensé que, cuarenta años después, las lenguas volverían a convertirse en campo de batalla.
El colmo para cualquier catalán bilingüe (y/o sensato) ha sido el insultante vídeo de la Plataforma per la Llengua --entidad subvencionada por el Govern-- en el que se pide a los alumnos que denuncien a los profesores que hablen castellano en la Universidad. Enseñar en español, aseguran, es una falta de educación, “igual que eructar en público o llegar borracho a las aulas”.
El patio, como las aulas, no es particular. Es de todos. Lo único que los ultranacionalistas consiguen con sus burlas es convertir en antipática la llamada lengua propia, además de alejar a los estudiantes extranjeros de Erasmus. Las lenguas se enseñan. Ni se blindan ni se imponen.