Cataluña tiene a día de hoy tres presidentes, al menos así parece en el caso de los catalanes independentistas: Pere Aragonès, elegido por el Parlament y con mandato vigente; Quim Torra, inhabilitado por el Tribunal Supremo pero autoproclamado guardián de las esencias, y Carles Puigdemont, cesado por el 155 pero aclamado como el legítimo presidente de Cataluña.
Aunque legalmente solo Pere Aragonès reúne los requisitos para presentarse como presidente de la Generalitat, su debilidad clamorosa da vida a los expresidentes contestatarios que tienen sus propios seguidores y, en el caso de Puigdemont, incluso una entidad particular que edita un fake de diario oficial. Torra no dispone de ningún RACC soberanista como el Consell per la República pero su predicamento como oráculo entre los desencantados va in crescendo, una vez olvidado su estéril etapa presidencial.
Los tres mantienen unas pocas coincidencias. Son independentistas, confunden una parte de Cataluña con toda Cataluña y comparten el desdén por la gestión autonómica de las instituciones históricas. A partir de ahí, los expresidentes con ínfulas de líderes morales de la causa se han convertido en los principales adversarios del pobre Pere Aragonès, cada uno en su estilo particular. Puigdemont, desde su limbo belga, le hace pagar al presidente Aragonès todas sus cuentas pendientes con Oriol Junqueras. Torra le pasa factura a Aragonès por el abandono con el que le obsequió ERC cuando el Tribunal Supremo le inhabilitó. Tampoco Junts levantó barricadas para evitar que Torra tuviera que salir del despacho de la Generalitat, pero algunos de sus colegas, al menos, reclamaron una desobediencia testimonial y algo es algo; de todas maneras él nunca ha creído en los partidos políticos y ahora mucho menos, según se desprende de sus recientes declaraciones.
Torra y Puigdemont coinciden en acusar a Aragonès y a ERC de sumisión al Estado y de dejar de trabajar por la independencia; en definitiva de no abrazar la épica como hicieron ellos dos con resultados tan conocidos como infructuosos. ERC y Aragonès protestan moderadamente ante el intrusismo profesional de los dos predecesores a los que apoyaron en su momento, sin alzar demasiado la voz en defensa de la institución, no fuera a suceder que se quedaran en minoría y tuvieran que abrazarse al PSC. Los socialistas están al acecho, sabiéndose imprescindibles a largo plazo, esperando que la paciencia de ERC para con sus aliados-adversarios se agote finalmente.
Las consecuencias del pacto lingüístico escolar de ERC con PSC y comunes no asumido por Junts podrían precipitar una ruptura mil veces insinuada pero siempre evitada. Cualquier pronóstico es aventurado dado que la relación entre ERC y Junts responde únicamente a la necesidad de mantenerse en el poder a cualquier precio. Lo relevante, en todo caso, es que Aragonès no muestre el ánimo necesario para imponer la autoridad legítima e indiscutible de la presidencia de la Generalitat ante sus dos pretenciosos (y fracasados) predecesores. En este sentido, es revelador que en muchas de las entrevistas a los consellers de Junts, las paredes de sus despachos luzcan todavía fotografías de Puigdemont y Torra. Algo insólito pero con mensaje inequívoco para Aragonès.
La deslegitimación a la que Puigdemont y Torra someten a Aragonès es inédita. E institucionalmente intolerable por la confusión que buscan entre la presidencia del país y el liderazgo del movimiento independentista. Las criticas y acusaciones que recibe Aragonès no suelen ser por su gestión de las competencias estatutarias sino por no mantener viva la vía unilateral y la desobediencia que caracterizó la etapa del procés. Es una deslegitimación como dirigente secesionista que al entender de los dos expresidentes le descalifica para ser presidente de la Generalitat. La barbaridad de siempre, la parte por el todo, un error que el propio Aragonès comparte.