Esta semana, por motivos varios, he estado un poco triste. Pero lo bueno de estar triste y que encima el tiempo no acompañe (llevamos casi un mes bajo un cielo mordor) es que no me apetece hacer gran cosa más allá de leer, así que en tres días he devorado una novela que me recomendó un amigo vasco al que echo mucho de menos: La vida anterior de los delfines, del escritor también vasco Kirmen Uribe.
No voy a hacer spoilers, que nadie se preocupe, pero es que me ha encantado. Por dos motivos. En primer lugar, porque la novela me ha descubierto la figura de Rosika Schwimmer, una feminista y pacifista judía húngara que emigró a los Estados Unidos cuando estalló la Primera Guerra Mundial. Da la casualidad de que Schwimmer creció entre Timisoara y Subotica, dos importantes ciudades del Banat, una región llana y pantanosa que antes de la Gran Guerra formaba parte del Imperio Austrohúngaro y que hoy se reparten Rumanía, Hungría y Serbia.
El Banat es mi región fetiche --estuve viviendo allí dos meses-- porque un día llegó a ser la región más multicultural de Europa (se hablaba húngaro, alemán, yiddish, rumano, serbio, eslovaco, entre otros), donde diversas nacionalidades, culturas y religiones convivían en paz.
“¿Entonces has estado de verdad en el Banat?”, me preguntó hace poco el padre de mi amigo vasco, un señor ya muy mayor, amante de su tierra y de su cultura, pero con una mente muy despierta. “Es que aquí somos muy de lo nuestro, nos gusta lo nuestro y lo cuidamos”.
Leyendo la novela de Uribe he entendido lo que quería decir el padre de mi amigo. Los dos comparten una inmensa fascinación por la tradición y la cultura popular vasca, una fascinación que Uribe consigue filtrar entre las páginas de su libro a la vez que va contándonos la historia de Rosika Schwimmer desde Nueva York, donde se mudó con su familia en 2018 al serle concedida una beca para investigar a esta histórica feminista y pacifista emigrada a la Gran Manzana.
Así, mientras leía la novela, he descubierto leyendas vascas, como la de aquellos pescadores que se convertían en delfines por haberse enamorado de una lamia, y a la vez que me identificaba como pacifista, una palabra delicada en el contexto actual de la invasión rusa de Ucrania.
No me cabe duda de que Schwimmer se hubiera opuesto al envío de armas a Ucrania. Para ella, la violencia y la respuesta militar no eran opciones válidas para lograr la paz o defender la patria, porque acarrean la muerte de gente inocente. En una conferencia delante del empresario Henry Ford, quien le brindó apoyo en sus causa pacifista, puso como ejemplo su experiencia en Hungría, donde la resistencia pasiva terminó por ser la mejor manera de responder a las invasiones sufridas: “La primera vez que los rusos invadieron Hungría, nuestra respuesta fue militar, y los rusos arrasaron el país. Cada batalla contra el ejército ruso se saldaba con muerte y ruina, hasta que un día nuestros gobernantes se dieron cuenta de que era más efectivo dejarles entrar sin oposición, sin derramamiento de sangre ni destrucción de nuestros hogares, y después sí, una vez ocupados, revelarnos mediante la desobediencia civil, resistencia pasiva cada día hasta vencerlos por agotamiento”.
Me he sentido muy cercana al pensamiento de Schwimmer. Igual que ella, soy incapaz de empuñar un arma. Lo viví en mi propia piel hace doce años, cuando, viviendo aún en Pekín, acompañé a dos amigos a un campo de tiro, donde te permitían disparar con cualquier tipo de arma, desde pistolas a rifles de asalto. Recuerdo que te daban unos auriculares para protegerte los oídos y entrabas en una especie de caseta, supongo que para que no hubiera riesgo de que alguien se volviera loco y empezara a disparar por el recinto. Mis amigos, los dos atravesando crisis personales, estuvieron disparando como si nada. Cuando me tocó a mí, las rodillas y manos empezaron a temblarme nada más coger la pistola. Fui incapaz de disparar.
“¿Y entonces, se siguen hablando tantos idiomas en el Banat?”, volvió a preguntarme el padre de mi amigo, escrutándome con sus ojos azules llenos de vida. “Pues algunos se van perdiendo”, le respondí. Entonces él empezó a contarme varias anécdotas sobre su pueblo, encajado en uno de los montes que rodean Pamplona, donde hoy el euskera por fin vuelve a oírse en las calles. “Es que aquí somos muy de lo nuestro”, me repitió, orgulloso. Si no fuera por sus 87 años, estoy segura de que me acompañaría al Banat.