El otro día un amigo mío me llamó. Debíamos ver juntos un partido de fútbol de competición europea, pero se disculpaba por no quedar porque tenía que irse de viaje. Le pregunté que a donde y me dijo que a Rumanía. Mi respuesta inmediata: ¿dónde, cuándo, cómo? Por nuestra amistad, ya podía intuir mi sorpresa. Varios elementos se me han quedado en el oído. La sinceridad, la responsabilidad, la empatía emocional con el dolor de los otros.
Mi amigo es una persona tranquila, empresario de una pyme innovadora en el sector de la educación, que está sufriendo, como muchos, los embates de la crisis. Dificultades para poder abrir por la pandemia, precios energéticos al alza, proveedores que demoran los pagos, exigencias restrictivas en el sector crediticio ante las incertidumbres de los tipos de interés.
Con todo este contexto abrumador para cualquier ciudadano, le pregunté: ¿por qué vas? Pregunta cómoda, egoísta, por mi parte. La respuesta: ayudar. Personalmente, no sé si tendría el coraje. Pero permítanme generar unas breves consideraciones, tal vez obvias. Consejos doy y que para mí no tengo.
Ayudar sin discusión, ya, ahora, hay muchas formas; desde dar dinero a acoger ciudadanos que huyen del terror de una guerra que pensábamos, tal vez ingenuamente, que no volveríamos a ver en suelo europeo.
La sociedad civil, en todas sus manifestaciones, y el mundo local están reaccionando con ejemplaridad, como ya se hizo con la pandemia, especialmente en las etapas más duras. Ciudadanos, mayoritariamente mujeres y niños, que tienen que dejar en muchas ocasiones miembros de la familia en una situación de guerra, sin saber si los volverán a ver otra vez. Tienen que ser acogidos con dignidad y celeridad.
Tampoco sabíamos cómo reaccionar ante una pandemia y aprendíamos con el día a día; hoy acierto, mañana tal vez no. Pero se avanzó. La realidad local es el primer colchón, pero en paralelo el Gobierno de Cataluña y el resto de comunidades autónomas, junto con el Gobierno de España, tienen los instrumentos jurídicos y económicos para dar las coberturas institucionales que se deben a dar cualquier persona. Permisos de residencia, acceso a la sanidad y la educación, permisos de trabajo, acompañamiento lingüístico...
Seamos diligentes, no permitamos las dificultades que empezamos a sufrir y que continuarán. Soy de los que pienso que este escenario de conflicto se puede enquistar, y mejor que no tenga dinámicas más dramáticas. Escenario que tendrá consecuencias generalizadas para toda la ciudadanía desde la propia seguridad a un alza de los precios en toda la cadena energética y alimentaria, en un primer eslabón.
Hoy, como en la pandemia, se respira solidaridad, pero no olvidemos los brotes de insolidaridad que con el paso del tiempo surgieron. Siempre hay colectivos y grupos que se aprovechan de las dificultades de los otros para explotar unos populismos peligrosos. Solidaridad y gestión sería mi modesta receta. Tal vez estos refugiados no generen el racismo y xenofobia que en otras situaciones no muy lejanas, hemos vivido, Siria, es un dramático ejemplo.
Recordemos la historia de España y los efectos que generó la guerra civil. Mucha gente huyó por motivos políticos, otros porque no había nada, ni comida. El regreso a su país de muchos de los refugiados que estamos acogiendo de Ucrania será tal vez con los nietos y por vacaciones.
Ayudemos a convertir el drama en esperanza, no en más frustración. Somos tierra de paso y acogida, poblado en el mestizaje. A las palabras de buena voluntad, desarollemos una gestión sin estridencias. La sociedad civil y el mundo local son la primera frontera, las administraciones la segunda. Pongamos empatía administrativa, tal vez es un oxímoron, pero sí un deseo. Vienen tiempos duros, de más zozobra, como me dice el amigo de la llamada telefónica: “Vaya siglo XXI que llevamos”. Tenemos que reformular muchos principios. La paz y la sostenibilidad de este planeta están unidos. Tal vez su logro requiere caminos nuevos que hemos de aprender a andar.