Ya ni nos acordamos de cuando no había crisis. En primavera de 2007 comenzaron los síntomas de una crisis inmobiliaria en Estados Unidos que mutó en varias ocasiones mientras se extendía por todo el mundo. Así, lo que era una crisis de un producto en un país pasó a afectar a casi todos los activos complejos de medio mundo, luego al sistema financiero global, de ahí a los bancos para acabar saltando a la deuda soberana. Menos crédito y ajustes fiscales acabaron con trasladar la crisis al común de los mortales, generando paro y pobreza.
Ya hace unos diez años supimos lo que era la prima de riesgo y que los bancos centrales se ponían a imprimir dinero como si no hubiese un mañana. Señal de que nunca hemos vuelto a estar bien es que esos nuevos billetes no se han llegado a recoger y los balances de los bancos centrales hoy son diez veces mayores, si no más, y sobre todo de peor calidad, que los mismos balances en 2006. Los garantes de los valores de las monedas han llenado de porquería sus balances para poder emitir más moneda.
Mientras salíamos de esa gran crisis, mientras mejoraba el empleo y el PIB, tuvimos que lidiar con la salida inesperada de la Unión Europea del Reino Unido, con el auge de los populismos de todo signo y en España con un desafío independentista que afectó sobre todo nuestra imagen exterior.
Habituados a vivir con estas crisis locales, apareció hace dos años un virus que paralizó nuestras vidas y nuestras economías, provocando una caída del PIB nunca vista. Y los estados continuaron actuando de manera excepcional.
Finalmente, cuando creíamos que lo peor ya había pasado, primero vimos tensiones en las cadenas de suministro que derivaron en inflación, nos quedamos sin chips y de repente una potencia nuclear decidió invadir un país europeo. La guerra, que siempre ha estado presente en el mundo, ya no era algo que sucedía lejos, sino que estaba en Europa y, además, una tercera guerra mundial con uso de bombas nucleares incluidas nos parece ahora más creíble que nunca.
Estamos en crisis permanente, en una permacrisis, término que poco a poco se ha ido instalando y refleja la situación en la que vivimos, la crisis no es algo puntual, sino que es un estado prolongado y habitual, algo permanente. Y los políticos están gestionando instalados en la crisis, lo cual es malo tanto para la calidad democrática como para los efectos secundarios que producen sus decisiones.
Los errores formales en la formulación de los estados de alarma promulgados para contener los contagios del Covid-19 evidenciados en las sentencias del Tribunal Constitucional son un claro ejemplo, los gobiernos tiran por el camino de en medio y no pasa nada. Para quienes nos gobiernan, es mejor un decreto ley que una ley meditada y elaborada desde el acuerdo y el consenso. Por pedir, hasta pedimos controles de precios, aspirando ni más ni menos que a la limitación de la libertad del mercado. Queremos ayudas, y queremos que papá estado provea. La crisis nos vuelve miedosos, y aspiramos a que el Estado nos proteja.
Gestionar siempre en crisis es similar a querer recorrer la distancia de una maratón siempre al sprint, es imposible. Los políticos se queman de manera rapidísima, como vemos en nuestra “nueva política”. Los líderes que llegaron para rejuvenecer la política están cayendo con una velocidad preocupante en cualquier lado del espectro político: Rivera, Iglesias, Casado... ya son historia sin haber tenido prácticamente tiempo para consolidarse. El tiempo pasa demasiado deprisa y no hay segundas oportunidades.
El suelo permanentemente congelado, el permafrost, ha retenido el metano durante siglos y ahora que suben las temperaturas ese metano escapa a la atmósfera, acelerando la subida de temperaturas. Habrá que ver qué se esconde bajo la permacrisis y qué efectos secundarios generará, seguro que nada bueno. De momento, una deuda soberana imposible de pagar.