Tal día como hoy, a las doce de la noche, empezaba un confinamiento debido a una pandemia que nos ha alterado vida y costumbres. Cuántas veces nos habremos preguntado desde hace dos años, cómo saldríamos de esto: mejores o peores. Muchos, demasiados, no lo sabrán nunca porque perdieron el mañana por el camino. Y han pasado tantas cosas que ahora no sabemos a ciencia cierta ni cómo estamos ni adónde vamos. Para algunos, sin embargo, parece que nada hubiera ocurrido, aunque las previsiones económicas hayan saltado por los aires y se empiece a alertar, incluso por la FAO, de crisis alimentaria por el incremento del precio de las materias primas.
Ahora, mientras Ucrania es escenario del delirio de un autócrata, muere gente bombardeada y millones de ucranianos cruzan la frontera huyendo del miedo camino de lo desconocido, con la perspectiva exclusiva de la inseguridad que invade Europa. En las circunstancias actuales, es innecesario hacer recuento de las amenazas que se ciernen sobre nuestra realidad: todos los medios informativos van cargados de ellas y, como diríamos apenas hace unos años, van cargados de ríos de tinta al respecto. Sin embargo, en Cataluña siguen siendo motivo de debate y atención cuestiones necias, irrisorias e intrascendentes, incluido un independentismo en horas bajas.
Admito haber militado en el pelotón de los ingenuos que creían que no habría guerra. No sé si era fruto del deseo o la ignorancia, o de ambas cosas a la vez, mientras todo se desploma alrededor. Pero la realidad es tozuda y mi filiación se limita ahora a la creencia de que subirá el pan: todo apunta a que la tensión social y el malestar seguirá creciendo. Cuando suba, evocaremos sin duda las revueltas de Túnez de 2011 o por las tortillas mexicanas unos años antes por el ascenso del precio del maíz.
Siempre quedará ese principio teórico de que es preciso que todo empeore para poder mejorar. Mientras, la inflación se convierte en impuesto para las clases medias, además de deglutir la capacidad adquisitiva de trabajadores, pensionistas, autónomos y tanta otra gente entre la que habrá mucha que simplemente no podrá pagar la hipoteca. Lo único que parece previsible es el impacto en los sectores más desfavorecidos y el aumento de la tensión social.
El pasado jueves pude asistir a un diálogo en el que participó Javier Solana. No tuve ocasión de recabar su opinión sobre la “diplomacia de precisión” que se sacó de la manga la ministra Irene Montero o si se siente cómodo en el “partido de la guerra”. No soy tendente a la melancolía, ni he creído nunca esa verdad axiomática para algunos de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Pero salí del encuentro con un ataque de nostalgia del pasado. Se puede discrepar en ciertos aspectos, pero por más que les moleste a algunos y algunas, en la transición disfrutamos de unos dirigentes, desde la izquierda hasta la derecha, que nada tienen que ver con los de ahora. Es innecesario dar nombres. Las comparaciones son odiosas, sobre todo entre mediocridad y brillantez o cuando es imposible hacerlo porque la diferencia de nivel es abismal.
A estas alturas y con la que está cayendo, y desgraciadamente seguirá haciéndolo durante tiempo, importa un rábano si Pere Aragonès acudía o no a la conferencia de presidentes de La Palma. Parece que quería hablar de Ucrania, adonde la Generalitat envió un autobús para repatriar catalanes, ignoramos de cuantos apellidos. Una vez más. Todo hace prever que vuelve a dar la chapa con el referéndum de autodeterminación y la amnistía, al margen del drama humanitario y migratorio que se está viviendo.
Ahora bien, si hay algo fastuoso, por lo absurdo e innecesario, es el debate a propósito de la posible estatua homenaje a Copito de Nieve, el gorila albino considerado ahora un vestigio del colonialismo. Al menos eso ha dejado escrito el Consejo Asesor de Arte Público del Ayuntamiento. Lo preside el teniente de alcalde Jordi Martí, ayer en el PSC, hoy con los comunes y ahora metido a primatólogo y experto en colonialismo; ignoro si es fanático de Frantz Fanon, pero sí que es titular de un blog cuyo inicio reza con una frase tan lamentable como evocadora de viejas realidades: “El aire de la ciudad nos hace libres”. Además, aspirante a suceder a Ada Colau, en caso de que no se presente, como pieza esencial de esa suerte de mecanotubo que es Barcelona en Común, inimaginable sin la pieza que a modo de clave de bóveda ella representa.
A saber qué diría el antropólogo Jordi Sabater Pi, su descubridor y salvador; su hijo lo calificó de “kafkiano”. Así nos vamos entreteniendo con ocurrencias entre las que no es menor la idea del defensor del pueblo barcelonés de habilitar botellódromos. Como ha escrito Ignacio Varela en El Confidencial, “si hay algo que me repugna de esta izquierda inquisitorial es la obscena asimetría moral que practica todos los días del año”.
Los partidos, incluidos estas nuevas formaciones que venían a salvaguardar el mundo de la vieja “casta”, han convertido al electorado, a los ciudadanos en general, en simples nichos de mercado; han mutado en agencia de colocación de los propios. Sus dirigentes parecen empeñados en hacer realidad eso de que “cada vez que hablan, sube el pan”. Hay propuestas y actuaciones que te dejan helado, como bajar la calefacción para ahorrar energía. Tal cual: increíble pero cierto.