Leía la pasada semana una excelente reseña de varios libros acerca de cómo el llamado Londongrado se ha puesto al servicio de los oligarcas rusos recuperando, así, la tradición británica del mayordomo.

Durante años, se les ha acogido reverencialmente, sin cuestionarse el origen de sus fortunas y facilitándoles el desarrollar sus turbios negocios con la máxima flexibilidad y la mínima tributación. Con toda normalidad se les ha otorgado la nacionalidad, vendido las mejores residencias, abierto sus universidades e instituciones y rendido pleitesía por su mecenazgo del arte y la cultura, a la que han contribuido con unas migajas de sus inmensas riquezas. Sin la barbarie rusa de estos días, a más de uno se le hubiera acabado por honrar con un título nobiliario.

Resulta sorprendente el tránsito del Reino Unido en los últimos tiempos. Quizás me deje llevar por la nostalgia, pero mis primeros recuerdos de los británicos eran muy distintos, los percibía como la gran referencia política y cultural, sustentada en aquella sociedad industrial y cohesionada que recordaba con añoranza el malogrado Tony Judt.

Pero no ha sido sólo Londres, en todas partes hemos acogido con alegría a los pilares del régimen de Putin, sus oligarcas repartidos por la Unión Europea. Un arraigo de la oligarquía rusa que sólo se entiende en el marco de unas sociedades occidentales fracturadas y desorientadas, en las que todo pivota sobre el dinero y su exhibicionismo obsceno. Algún día podemos hablar de cómo también ejercemos de mayordomos del dinero local.

Volviendo a los rusos, es un buen momento para recordar la fallida operación del Hermitage, un ejemplo paradigmático de los tiempos. A lo largo de su historia, en distintos momentos desde avanzada la edad media a finales del siglo XX, Barcelona ha sido referente global en la creación artística, a menudo financiada por su burguesía. Ahora, esa misma clase dirigente se limita a apoyar entusiasmada la instalación de una franquicia del museo de San Petersburgo, en que lucir obras menores almacenadas en alguno de sus sótanos, en una operación confusa en la que, no extrañaría, hubiera algún oligarca de por medio.

Una pena que los europeos hayamos necesitado de la barbarie rusa para mirarnos al espejo y descubrirnos vestidos de mayordomos.