Tengo la impresión de que cuando le dedicamos un día del año a algún asunto en concreto, lo hacemos con cierto complejo de culpa y por quedar bien, ya que el Día de Lo Que Sea nos la suele traer al pairo.
Las cosas que consideramos realmente trascendentales no tienen su propio día, pues nos lo parecen durante todo el año. ¿Verdad que no existe el Día del Fútbol? Claro que no: cada día es el Día del Fútbol. ¿Se nos ocurre celebrar el Día del Varón Heterosexual? Ni hablar. ¿Para qué le vas a dedicar una jornada especial al 90% de la población?
Si celebramos el Día del Orgullo Gay es porque alguna alegría hay que darle al 10% de la humanidad para hacer como que pedimos disculpas por el trato que le hemos dado a lo largo de los siglos. Pero las cosas que realmente importan a la mayoría, insisto, carecen de un día específico de celebración (con alguna excepción: el miércoles pasado fue el Día de la Tortilla de Patatas y hace cosa de un mes, si no recuerdo mal, el Día de la Croqueta).
Entre las cosas que a casi nadie importan figuran los tebeos: por eso se celebró hace unos días el Día del Cómic (aparentando que es una industria pujante cuando el grueso de las ventas en España se los reparten los mangas japoneses y los súper héroes norteamericanos, mientras los comics independientes despachan una media de 300 o 400 ejemplares por título).
Se acaba de celebrar uno de esos días de lo que sea, concretamente, el Día de la Mujer. A mí me parece una vergüenza que haya que rendir homenaje a la mitad de la población, pero es probable que nos lo hayamos ganado a pulso entre muchos hombres (y algunas mujeres colaboracionistas) cuya actitud a lo largo de la historia difícilmente puede clasificarse de ejemplar.
Si la ansiada igualdad existiese realmente, el Día de la Mujer dejaría de celebrarse, y probablemente, el del Orgullo Gay también. Pero tal como está el patio –siguen ganando por goleada los hombres que eliminan a las mujeres sobre las que representan la posición contraria, y no cesan los apaleamientos de homosexuales a manos de trogloditas que algo turbio ocultan bajo su supuesta actitud de macho irreprochable de la especie-, me temo que tenemos Día de la Mujer y Día del Orgullo Gay para rato.
Con el paso del tiempo, lo del Orgullo se ha convertido en un jolgorio cada vez menos reivindicativo que, además, genera notables beneficios para las ciudades que lo celebran. Hay una minoría disidente que arma un poco de bulla contra lo que consideran el sector más frívolo y consumista del colectivo, pero no suele llegar la sangre al río.
No puede decirse lo mismo del Día de la Mujer, que este año contó con manifestaciones diferenciadas por temas como la prostitución, las mujeres trans, los vientres de alquiler o las diferentes versiones de la teoría queer. En teoría, todas las mujeres quieren las mismas y razonables cosas; en la práctica, hay disensiones de todo tipo que en nada contribuyen a presentar un frente unido ante una situación social que va mejorando, pero aún está lejos de la ideal.
Como elementos distorsionadores, cabe señalar a ciertas políticas de escasas luces (pienso en Ione Belarra o Irene Montero) en las que se inspiran las responsables de las pancartas más idiotas de la manifestación de este año (mi favorita: “Yo abortaría por si me saliera policía”), así como a las demagogas capaces de echarle la culpa de la invasión de Ucrania al heteropatriarcado --representado por Putin y hasta por Zelenski, quien, siendo hombre, no puede ser considerado del todo inocente-- y de defender la idea peregrina de que con mujeres al mando se acabarían las guerras en el mundo (extremo dudoso para quienes aún recordamos a Margaret Thatcher o soportamos las jeremiadas de Macarena Olona), sin olvidarnos de lo más plomizo del movimiento queer, que tan bien encarna el charlatrans Paul B. Preciado, una lesbiana de Burgos con la cabeza llena de basurilla seudo filosófica francesa a la que se rifan en todas las grandes universidades de Occidente.
Tener que celebrar el Día de la Mujer es una vergüenza porque los días de lo que sea los reservamos a asuntos que nos traen sin cuidado, y es imposible que nos traiga sin cuidado la mitad de la población. Una mitad que, como la masculina, se subdivide en tantas categorías (casi) como individuos la conforman. Las mujeres, como los hombres, pueden ser admirables o despreciables, y ciertos intentos de enfocar la sororidad hacia una supuesta condición bondadosa y angelical del sexo femenino es, con perdón, mear fuera de tiesto (¿a quién admiramos más, a la burguesita empoderada que hace una pintada o a la Kelly de clase obrera que se ve obligada a limpiarla?).
Dado que vamos a tener que celebrar durante años el Día de la Mujer (como si habláramos del Día del Libro y demás muestras de hipocresía social), tal vez deberíamos poder pedir a las manifestantes que fueran afinando un poco el tiro y, al mismo tiempo, uniendo fuerzas hacia lo realmente básico y deseable y desechando quimeras como la abolición de la prostitución o la negación de la biología en relación a la identidad sexual.
No pido silencio a los charlatrans porque es algo totalmente imposible de conseguir y porque se ganan la vida largando. Pero todos los demás, hombres y mujeres de cualquier inclinación sexual, deberíamos esforzarnos para que el Día de la Mujer deje de celebrarse lo antes posible, no vaya a convertirse en algo parecido al Día de la Croqueta y el Día de la Tortilla de Patatas. Y dejemos la festividad del Día de Lo Que sea para asuntos que, aunque nos hagan felices a algunos, no le quitan el sueño a nadie: un trato justo para la mitad de la población mundial debería quitarnos el sueño a todos.