El descuelgue de la democracia española de las denominadas “democracias plenas” o completas en el famoso Democracy Index de la prestigiosa revista The Economist para pasar a integrarse en el pelotón de las llamadas “democracias defectuosas” o incompletas (junto con otros países de nuestro entorno, no se piensen que somos los únicos) ha provocado todo tipo de reacciones políticas y mediáticas, la mayoría interesadas.
Todo el ha mundo arrimado el ascua a su sardina: por supuesto, los independentistas, cuya tesis de que España es, en realidad, un Estado franquista y represor puede agarrarse a algo --aunque no sea mucho-- menos evanescente que sus propias percepciones subjetivas. También lo hacen políticos como Pablo Iglesias, que ven con satisfacción no disimulada sus autoprofecías cumplidas en relación con el “régimen del 78” y, por supuesto, los representantes del PSOE y del PP, que se imputan mutuamente la responsabilidad de este deterioro. El informe se ha convertido en un arma arrojadiza más. A lo que nadie ha arrimado el hombro es a intentar revertir esta situación.
Nos podemos consolar pensando que la posición de España en el ranking no es tan mala; al fín y al cabo estamos en el número 24 de la lista, y hay otros países de nuestro entorno en la misma situación. Pero sin duda, todo descenso de este tipo es una mala noticia. Y el problema es que es consistente con lo que vemos en otros indicadores similares: también descendemos posiciones en el ranking anual de Transparencia Internacional, por ejemplo. Por no hablar del desplome en todos los indicadores nacionales e internacionales que miden la confianza en la democracia liberal parlamentaria, empezando por sus principales instrumentos, los partidos políticos, que en España está bajo mínimos.
Más allá de luchas partidistas la tendencia, por tanto, no nada buena y en mi opinión se está acelerando con la degradación institucional y política que padecemos (ahí tenemos el último ejemplo, por ahora, con las luchas intestinas en el PP).
Dicho eso, también hay que tener en cuenta la cantidad y la complejidad de los indicadores que maneja el estudio de The Economist agrupados bajo cinco categorías: limpieza del proceso electoral y pluralismo, funcionamiento del Gobierno, participación política, cultura política y libertades civiles. Además, las mediciones se basan en valoraciones y percepciones, inevitablemente subjetivas aunque procedan de expertos. Medir la calidad de una democracia no es tarea fácil, y por tanto el informe puede ser objeto de críticas razonables, mucho más allá, por ejemplo, que otro informe que no nos deja en buen lugar, el informe PISA y que mide los resultados de forma bastante más objetiva.
Sin embargo, sí que hay una cuestión que destaca y sobre la que merece la pena detenerse: la anómala situación del órgano de gobierno de los jueces, el Consejo General del Poder Judicial, que lleva más de tres años bloqueado y sin visos de ser renovado. Como es sabido, el bloqueo es consecuencia de la negativa del PP a pactar con el PSOE el tradicional reparto de cromos partidista de los vocales del consejo: tantos para ti, tantos para mí, alguno para Podemos o los nacionalistas. Lo que lleva pasando más de 35 años.
Obviamente la causa inmediata del bloqueo es precisamente el interés del PP en no perder la mayoría que ahora tiene en el CGPJ pero la causa estructural subyacente es su politización. De suprimirse, permitiendo que los jueces y magistrados nombrasen al menos a la mitad de sus miembros (como se viene reclamando incesantemente desde instancias europeas) no habría problema. Pero los partidos no quieren renunciar a su presa. Y así seguimos.
Así que, les guste o no les guste, todos los que siguen insistiendo en el reparto de cromos partidista deberían sentirse interpelados. En cuanto a los independentistas, deberían recordar que una de sus máximas aspiraciones es precisamente la politización total del Poder Judicial en su territorio; lo dejaron por escrito allá por el año 2017. Este tipo de ataques a la separación de poderes (dejando constancia además por escrito) no habría ayudado mucho precisamente al posicionamiento en el famoso índice como una democracia plena.
Los problemas generados por el independentismo en Cataluña merecen también una consideración aparte, en cuanto a que el informe considera que supone un problema de gobernanza importante. Nada que los sufridos ciudadanos catalanes no sepan. No obstante, los datos no resultan fáciles de interpretar, en la medida en que es una situación que se lleva arrastrando desde hace varios años y probablemente el año 2021 no ha sido el peor de la serie. Pero desde luego esta situación obviamente afecta a algo tan importante como “el grado de consenso y cohesión para fundamentar una democracia estable y funcional”. De hecho, Cataluña está exportando su modelo profundamente disfuncional al resto de España. No es una buena noticia.