En los partidos que se autodenominan de izquierdas existe una extraña recurrencia a adjudicar en solitario al PP –que acaba de declararse a sí mismo una asombrosa guerra civil de la que va a salir como se sale de todas las disputas familiares: destrozado y humillado– la responsabilidad (suelen añadirle el adjetivo “democrática”) de impedir, mediante acuerdos contra natura, cualquier tipo de pacto, acuerdo o alianza con lo que llaman la “extrema derecha”. La razón para justificar este veto es que las posiciones radicales de estas organizaciones políticas son un peligro para el sistema de libertades, la igualdad y la convivencia en las sociedades civilizadas. Es la teoría del famoso (e inútil) cordón sanitario.
En estos argumentarios, que se repiten como la sharía –señal de que no se tiene plena convicción sobre su utilidad, aunque sí sobre su conveniencia partidaria– suele figurar la política comparada –se citan los casos de Francia y Alemania; los inquietantes antecedentes de Hungría y el Frente Nacional–, el rechazo a las políticas excluyentes –especialmente con respecto a la inmigración– o la salvaguardia de los valores constitucionales. Son una forma bastante piadosa de lavar la conciencia: tanto el PSOE como las otras siniestras incumplen con entusiasmo estos mismos principios cuando de lo que se trata es de conseguir o conservar el poder.
Lo cierto es que el auge electoral de este nuevo populismo conservador guarda divergencias notables con los fascismos históricos, a los que habitualmente se les equipara de forma mimética. La esencial es que los nuevos rigoristas, que apelan al estúpido orgullo de pertenecer a la tribu y agitan el nacionalismo excluyente, no postulan –al menos de partida– la abolición de la democracia ni tampoco practican la violencia como herramienta política. Los sociólogos que han estudiado su creciente apoyo social destacan que, desde un núcleo original marcadamente conservador y nativista, las mareas ultramontanas han extendido su influencia gracias a la fascinación que suscitan en una parte de las antiguas clases medias –precarizadas por la crisis económica de 2008 y, ahora, por la recesión provocada por la pandemia– y capas populares desasistidas, víctimas de la muerte de las políticas sociales.
Existe un tercer factor que no suele destacarse: el atractivo que entre los grupos electorales más jóvenes despierta la rebeldía tradicionalista que estos jefes de escuadra impostan en sus discursos. Este dato, avalado por los estudios de opinión pública, quiebra el paradiso mental en el que están instalados muchos políticos que se presentan como progresistas. No conciben que sus hijos y sus nietos –las generaciones que van a sucederles en el espacio político– puedan ser reaccionarias. La historia desmiente este autoengaño: ninguna generación asume de forma mecánica la ideología de la anterior. Tampoco existen las estirpes familiares homogéneas.
Cada uno es hijo de su tiempo y obra de su propia voluntad individual. Sin ir más lejos, vástagos de notables familias franquistas se afiliaron en su tiempo al PCE –“nuestros padres mintieron, eso es todo”, escribió Kipling– y al contrario: significados comunistas, como Luis García Montero, poeta y director del Instituto Cervantes, tienen hijos en Falange Española. El determinismo ideológico no existe y, aunque se piense lo contrario, es excelente que sea así. La libertad de pensamiento no debe merecer la censura moral de nadie. Cada uno es libre de tener las ideas políticas que prefiera.
El problema es de otra naturaleza. Una de las razones que explican el avance político de Vox, mayor a medida que el PP se autodestruya, es la deriva de las izquierdas identitarias, incapaces de plantear programas políticos transversales y respetar su historia. Todas han asumido discursos que dividen a la sociedad en grupos, banderías y minorías, apelando a una falsa pluralidad, como si ésta obedeciera a la pertenencia a un determinado grupo social en lugar de consistir en el libre ejercicio de los derechos políticos. Es un marco mental de origen feudal, similar al de los viejos monarcas absolutistas, que no se relacionaban con sus súbditos más que a través de estamentos cerrados en cuyo seno no regía la democracia ni la libertad, sino la disciplina.
Las guerras culturales son dialécticas: siempre hay un mínimo de dos bandos; a veces, más. La realpolitik destroza las convicciones y el privilegio de inocencia que suelen autoconcederse las izquierdas en relación a la progresión del populismo conservador. La responsabilidad está compartida. Como estableció T.S. Eliot en su ensayo sobre la tradición y el talento individual, cada vez que una obra literaria se mide con el pasado cambia el significado de las creaciones que la anteceden. Es un efecto mariposa. Todo influye en todo. El sanchismo podemizó al PSOE por una lucha de poder orgánico que ha terminado en el relativismo político. El ayusismo, de triunfar en la guerra con Génova, inclinará al PP hacia la orilla de fango de Vox.
Nada nuevo bajo el sol: hace muchas décadas que el nacionalismo catalán contaminó al PSC, dedicado desde entonces a practicar una infinita tolerancia ante discursos excluyentes como el que denomina colonos a los catalanes no nacionalistas o procedentes de otras regiones. En términos conceptuales no existe diferencia alguna entre la fobia que Vox destila hacia los inmigrantes –especialmente en el caso de los menores tutelados– y la que los sectores independentistas proyectan contra quienes consideran elementos molestos para su delirio político.
Lo único que realmente define el doble discurso de esta izquierda (supuesta) es la frívola elección del populismo que le resulta más grato para sus fines. Si se trata del independentismo –ocurre en Euskadi y Cataluña”– es necesario “hacer política para solucionar un problema político”; si nos referimos al nacionalismo español –eso es Vox– merece ser proscrito. Dicha actitud es un mentís argumental y una hipocresía moral. Dentro del bucle identitario sólo ganan las ideologías que sustentan su acción política en predicar la desigualdad según el origen o la cultura. El cordón sanitario, tan defendido desde ámbitos pactistas, es la táctica del avestruz. El voto de cualquier independentista vale lo mismo que el sufragio de un ultramontano. Ambos representan a electores que discriminan a sus vecinos según el idioma que hablen, su procedencia o la lengua en la que voluntariamente se expresen.
El populismo patriótico es un cáncer social con independencia de dónde y quién lo promueva. No respeta los derechos personales y concibe a los individuos como siervos. Nadie está libre de este espanto comunitario. Ni siquiera lo estuvo Atenas, que condenó a muerte a Sócrates, el hombre más sabio de la Hélade, porque cuestionó la dictadura de lo común al proclamar que si tenía que elegir entre hacer caso a su cofradía o seguir a su conciencia optaba por la segunda. Las izquierdas adolescentes, que han sustituido los valores republicanos por esta moral aérea, tan condescendiente con los bárbaros útiles y escandalizada ante los inútiles, son tan responsables del auge del populismo como las derechas tibias ante los discursos de odio.
El debate político en España no es entre democracia e identidad, sino entre democracia y bastardía. Porque la verdadera democracia garantiza un espacio público de todos mediante un vacío libre del totalitarismo de los derechos naturales –la familia, el grupo, la filiación– para que cada uno, libremente, se fabrique la identidad que prefiera sin ejercer de inquisidor de los demás. Torquemada, Mussolini, Marat o Robespierre son todos. O ninguno.