Aragonès ofreció este lunes una conferencia con motivo del primer aniversario de las autonómicas del 14 de febrero de 2021, pese a que no fue investido president hasta tres meses después. Recordemos que Junts le votó dos veces en contra y muy cerca estuvimos de ir de nuevo a elecciones.
El político republicano (que está todavía lejos de ser un “líder”) no tenía nada que festejar el día de San Valentín porque la mayoría parlamentaria que hizo posible su elección está rota por todas partes. El desamor entre las diversas familias y clanes separatistas es profundo. El extraño y caótico artefacto político que es Junts se desmarcó en septiembre pasado de la mesa de diálogo, de manera que las conversaciones entre ambos gobiernos --que Aragonès reconoce ahora que están encalladas-- han sido solo entre ERC con PSOE y Podemos.
Por otro lado, el Govern tuvo que aprobar los Presupuestos para 2022 gracias a los comuns porque la CUP se negó reiteradamente, y anteayer ni tan siquiera fue a escuchar Aragonès como gesto de protesta. El movimiento independentista está en su momento más bajo: desunido, desorientado, sin liderazgo, desmovilizado, y haciendo el ridículo cuando se plantea el reto de llevar a cabo alguna desobediencia.
El secretario general de Junts, Jordi Sànchez, reconoció ayer en relación al caso Juvillà y a la polémica actuación de Laura Borràs que "si no se ha tocado fondo nos acercamos a ello”. Ante este desolador panorama, frente a la falta de respuestas a la pregunta de cómo lograr la independencia tras el fiasco de la promesa unilateral, su único consuelo es repetir la milonga de la mayoría del 52% en votos.
Aragonès sabe que el votante independentista corre el riesgo de hartarse y que la acción del Govern y de las instituciones de la Generalitat va a ser juzgada cada vez con mayor severidad por su propio electorado. En “gobernar bien” los catalanes les suspenden, incluso los suyos. Por primera vez medios y periodistas afines les critican con cierta dureza en aspectos concretos (educación, políticas sociales, mossos, en el parón a las renovables, etc.).
En ERC sabían desde el principio que la mesa de diálogo no iba a dar ningún fruto soñado, porque el Gobierno de Pedro Sánchez ni puede ni quiere comprometerse a articular un referéndum de autodeterminación. La amnistía a los condenados por el procés está descartada, como también la reforma del delito de sedición que inicialmente parecía más factible. Pero el PSOE se dio cuenta, tras la erosión electoral que le ocasionó la concesión de los indultos, que debía cerrar ya la carpeta catalana para que la agenda social y la recuperación económica cogiera todo el protagonismo. En definitiva, el teatrillo del diálogo llega a su fin.
Aragonès afirmó que el independentismo no era una “fiebre alta”, sino un fenómeno estructural. Tiene razón. Nunca fue un soufflé, como tantas veces se dijo desde el prisma madrileño, sino un mazapán, aunque poco a poco se ha ido encogiendo, perdiendo densidad, humedeciéndose y hasta enmoheciéndose.
Entre tanto, la hegemonía dentro del campo separatista sigue en disputa. Junts es una olla de grillos, y solo el regreso desafiante de Carles Puigdemont a España, si la justicia europea le diera la razón en todo, podría propinar un golpe en el tablero que le devolviera su sentido. Pero en ERC tampoco pueden limitarse a esperar la implosión de sus rivales ni arriesgarse a caer en el vacío en el momento que solemnicen el fracaso del diálogo con el Gobierno. Por eso, a medida que se acerquen las municipales, intentarán que su parroquia coja algo de febrícula, de calentura, para que regrese el gusto por la protesta, la agitación de la calle en torno a esos falsos “grandes consensos” (inmersión y referéndum). Un programa triste y ya muy gastado, sí, pero no tienen otro.