Una familia pierde la vida al incendiarse el local que les servía de vivienda en la plaza Tetuan de Barcelona. Era la noticia con la que despertábamos el último día de noviembre. Dos de las víctimas eran menores, un niño de 3 años y su hermana de cuatro meses. Habían muerto intoxicados por el humo. Menos de un mes y medio después una pareja que vivía en una barraca a orillas del Besòs, en Montcada i Reixac, perecía también intoxicada por el humo de un brasero con el que intentaban calentarse. Justo un año antes, dos hombres sin techo habían fallecido de frío en Barcelona soportando las bajas temperaturas mientras dormían al raso.
Ninguna de estas situaciones es nueva ni es producto de la crisis derivada del Covid-19. A pesar de que en la última década ha ido creciendo el número de personas sin hogar y sin techo y que las situaciones se han vuelto más extremas y desesperadas, Cataluña ha hecho muy poco por combatir el sinhogarismo, un fenómeno que representa la forma más extrema de pobreza y exclusión social que existe en nuestra sociedad, pero que solo sale de su invisibilidad cuando ocurre una tragedia.
El periodista y activista Emmanuel Onapa nos recordaba recientemente en la revista Tribune que el crecimiento de las personas que no disponen de una vivienda no es un hecho inexorable. Es una opción política que adoptamos cuando decidimos no invertir en las políticas públicas necesarias para hacer frente a un problema que empieza con la falta de vivienda, pero que sigue con la vulneración de otros derechos fundamentales como son el acceso a la salud, al empleo, a políticas de acompañamiento, pero también de igualdad, porque las mujeres y los hombres van a dar a la calle por razones distintas y necesitan respuestas diferentes. Si en el caso de ellos el detonante es la falta de empleo y las adicciones, en ellas es la violencia que vincula sus experiencias antes y durante su vida en la calle. Tampoco es lo mismo una joven que acaba de salir de un centro de tutela que un hombre de 50 años al que se le cierran las salidas laborales.
El sinhogarismo es un fenómeno complejo y directamente atribuible a las políticas de gobierno, o más bien a la falta de esas políticas. Y como sucede con el Covid-19, no afecta de la misma manera a las personas que pertenecen a grupos o colectivos discriminados que al resto de la población, a las personas migradas que a aquellas que no lo son. Porque las condiciones económicas de vida preexistentes y el origen social es determinante para que una persona acabe en la calle o en una barraca. También lo son otros factores de riesgo como estar en prisión, recibir un alta hospitalaria o salir del sistema de protección a la infancia y la adolescencia sin un recurso que reemplace el papel que juega la familia en un país donde los jóvenes no pueden emanciparse como media hasta los 29 años.
A pesar de que el número de personas sin techo prácticamente se ha duplicado en la última década en Cataluña, la Generalitat, como con otros problemas sociales, ha delegado su responsabilidad en las entidades privadas y en los ayuntamientos, principalmente en el de Barcelona, que dedica 35 millones de euros anuales para atender a las personas sin hogar frente a los 100.000 euros que solo desde hace dos años aporta la Generalitat a estos programas en concepto de subvenciones. La Estrategia Integral de Abordaje del Sinhogarismo espera desde 2016 en un cajón, aunque los gobiernos que se han sucedido han anunciado varias veces su inminente aprobación. Y a pesar de que en octubre de 2018 se modificó la Renta Garantizada de Ciudadanía a propuesta del PSC para que las personas sin techo pudieran acceder a ella solo con un informe de Servicios Sociales, nunca se ha activado el artículo 7.3 que lo haría posible.
El sinhogarismo es tan invisible, que el proyecto de presupuestos de la Generalitat que se aprobó en diciembre pasado en sus mil páginas solo mencionaba la palabra sensellarisme en una ocasión y era dentro de la partida “otros programas sociales” donde no se especificaba la cuantía ni a qué iban destinados estos recursos. Tampoco si una parte contemplaba a las personas sin techo que una vez más eran las grandes olvidadas.
Es hora de que el sinhogarismo deje de estar en lista de espera y que no se hable solo de ello cuando ocurre una tragedia. Cataluña necesita políticas públicas que den respuestas estructurales y necesita la ley integral que ha ingresado esta semana al Parlament a iniciativa de cinco entidades que quieren con esto sacar de la invisibilidad un problema que debería ser una prioridad de primer orden todos los días del año. Porque no podemos aceptar que sea una opción política privar a miles y miles de personas de los derechos más básicos, también del derecho a no morir de frío en la calle o intoxicado por el humo de un brasero.