Suenan tambores de guerra en el Barça. Más de 100.000 socios y millones de seguidores tienen derecho a saber cómo se ha evaporado el neto patrimonial del balance portentoso del que fuera mejor club del mundo. Pasado mañana, martes, Laporta expondrá en público el forensic contra la junta de Bartomeu. Hace ya meses presentó la auditoría ante la asamblea de compromisarios a la que los directivos tratan con la misma displicencia que lo hacían Alfonso Escámez y Mario Conde ante las juntas de accionistas de sus bancos.
Laporta ha llevado las cuentas a la fiscalía, pero sin presentar querella. ¿Rendición de cuentas o cortina de humo? Más bien lo segundo: enaltece el delito de un enemigo exterior para esconder el fracaso de su proyecto deportivo. ¿Sabremos a dónde han ido a parar los superávits de muchos años? Casi seguro que no. Un hilo de Ariadna une la etapa conspirativa de Txiki Begiristain, en la primera junta de Laporta, con la endeble secretaría deportiva del exlateral francés Eric Abidal, de la etapa Bartomeu. ¿Quién se llenó los bolsillos?
La suerte de Laporta se remonta a la etapa en la que caían chuzos de punta sobre el palco del Barça de Núñez. Los emprendedores del ladrillo habían convertido la llotja en un mercado persa y, en el descanso de los partidos, levantaron un auténtico cártel de la oferta de suelo, liderados por Francesc Pulido y seguidos por afines, como Enric Reyna, Lluis Marsà y el mismo Félix Millet del Palau, en calidad de muñidor del tocho en la Fundación del FC Barcelona. Fue entonces cuando en la grada germinó el fin de la dinastía de Gaspart y Núñez; Laporta, Sandro Rosell y compañía llegaron al poder, en 2003, coincidiendo con los futbolistas de la generación dorada; los goles escondieron el amor desaforado por la mentira.
Los novísimos relamían las mieles del triunfo; se convirtieron en un símbolo de la Burguesía 2000, el relevo que esperaba Cataluña gracias a los cambios en el Cercle d’Economia (José Manuel Lara Bosch o Antón Costas), en el verde celadón del Ecuestre (Borja García Nieto), en los consejos sociales de las universidades y en Fomento del Trabajo (Juan Rosell o Josep Sánchez Llibre). Pero a los pocos años, los jóvenes inquilinos de la llotja del Barça entraron en barrena por la mala digestión de una gloria inmerecida.
La piedra preciosa de la refundación de la clase dirigente se descompuso. Salieron a la luz los exangües cargos reales en empresas privadas de los miembros de la junta directiva de Laporta y Sandro. Eran consultores de menor enjundia, herederos de sagas cuyos descorches pertenecen al pasado o profesionales grises del entramado de los servicios, aunque despuntando algunos como Ferran Soriano y Marc Ingla, que aprovecharon la marca Barça como palanca para situarse en clubes europeos. Sea como sea, aquella autoproclamada vanguardia se deshizo como un azucarillo en agua ardiente.
Mientras el club celebró sus años de plenitud deportiva, los números perdieron protagonismo. Pero cuando más alta ondeaba la bandera blaugrana, llegó el comandante y mandó parar. Laporta se metió en el PI de Rahola y fue abandonado por su desodorante en las noches de Luz de Gas. Sandro dimitió acusado de corrupción entre particulares y el club trocó su escudo por la estelada aclamando el minuto 17 con 14 segundos, presa de un arrebato de amor austracista. La llotja se vació de listos y fue colonizada por menestrales y pillos, expertos de la pasión turca.
El escarnio es brutal. El mejor Barça de la historia es hoy un juguete roto que parchea sus alineaciones con los descartes del City. Sobre el actual canto del cisne, sobrevuela el relevo descolorido de 2003: la burguesía canija, entregada al procés.