En 2012, el recientemente nombrado Gobierno de la nación se encontró un pastel en los presupuestos, consistente en un descuadre de 2.500 millones de euros que había que sacarse de alguna parte, porque los hombres de negro amenazaban con convertirnos en parias en bancarrota. 2.500 millones son mucho dinero y, todavía más, en una situación de galopante crisis económica en la que todos conocimos --como ahora nos presentan a la amiga ómicron-- a un familiar desconocido: la prima de riesgo.
El ministerio de Montoro se inventó varias medidas, pensando que todo valía para salvar las cuentas públicas. Mutatis mutandis, y volviendo al coronavirus, lo mismo que el Gobierno actual también se saca normativa inconstitucional de la manga porque, opina también, que todo vale en defensa de la pretendida salud pública.
Parece mentira lo que se parecen los gobernantes de uno y otro lado del espectro político, con tal de adoptar sus decisiones políticas a todo trance, ¿no?
Volviendo a 2012, en el mes de marzo se publicó una normativa --declarada posteriormente contraria a la Constitución-- para permitir que los evasores que mantenían dinero oculto --incluso en efectivo, beneficiando así incluso a mafiosos y blanqueadores de dinero-- pudieran ponerse al día con el fisco por un módico precio, que acabó siendo poco más del 1% de las cantidades defraudadas. Un chollo, aparentemente.
El paraguas normativo para acudir a ese proceso de amnistía fiscal era tan inseguro, estaba tan mal diseñado, olía tan mal, que en el mes de agosto nadie había acudido al canto del sireno calvo.
Los nervios en el ministerio iban en aumento y, como medida de presión para obligar a que la gente pasara por la taquilla amnistiante, el ministro se inventó una obligación informativa cuyo incumplimiento o cumplimiento extemporáneo traía funestas consecuencias, con independencia de que el dinero en el extranjero se hubiera obtenido en la guerra de Cuba --ejemplo real-- o fuera de un alto funcionario que lo había sacado de España en la época de Franco --otro ejemplo real--.
Así ve la luz el engendro frankensteniano del modelo 720 que, además, se configura de una forma tan nefasta que aporta información indescifrable a la Administración, es decir, es un modelo --como lo llamé hace más de un lustro-- perfectamente inútil.
A partir de ese momento se abre un proceso de lucha para acabar con un formulario informativo cuya falta de presentación, fuese por buena o mala fe, por descuido o por ocultación, seas humilde inmigrante o miembro de la corona o expresidente de la Generalitat, te llevaba a una situación de tierra de nadie en la que jamás --repito: jamás-- podrían verse expiadas tus culpas por una institución trascendental en un Estado de derecho: la perención, es decir, la prescripción de las deudas.
Escribí no hace mucho un artículo para un periódico, que fue objeto de cierta censura por poner negro sobre blanco la situación con un ejemplo poco delicado: cualquier delincuente, ya sea un violador, un pederasta o un asesino, deja de ser imputable penalmente por el paso del tiempo, 5, 10 o más años, depende del tipo de delito. En cambio, un ciudadano que se olvida o le da miedo, o no quiere, presentar un formulario informativo a Hacienda, nunca puede dejar de ser considerado un defraudador hasta el punto de que se le pueden imponer penas que superen el importe de los bienes que tenía en el extranjero sin declarar.
La comparación que hago, ciertamente, es odiosa, pero muy visual. Si un desalmado viola a un niño, al cabo de un tiempo no tendrá que pasar por prisión. Pero, uy, si usted no presenta un modelito a la Agencia Tributaria: jamás podrá salir del armario y siempre será un defraudador in pectore.
Una medida legal de ese calado, aparte de miserable, contraviene un valor fundamental en cualquier régimen político que no se considere tiránico: la seguridad jurídica, es decir, que el ciudadano sepa que toda su vida está sometida a unas mínimas reglas jurídicas inalterables, bajo un ordenamiento en el que puede confiar y en el que rigen unos principios básicos que no admiten excepción alguna.
Exactamente eso es lo que hoy, con referencia a Europa entera, ha recordado el Tribunal de Luxemburgo en la sentencia del caso C-788/19, en el que ha condenado a España por resultar contrarias al derecho europeo todas las nefandas consecuencias que impuso el Gobierno al que no presentó --o lo hizo tarde-- el tan citado modelo 720.
De la resolución son relevantes varias cosas.
La primera, que el Tribunal va más allá de las conclusiones del Abogado General diciendo, en román paladino, que no se puede contornear la naturaleza jurídica de las instituciones jurídicas por el sencillo mecanismo de cambiarles el nombre. Esa es una conducta, reprobable, muy típica del legislador español, que se convierte --lo vengo diciendo también hace lustros-- en el primer defraudador. Se crean normas, señaladamente las tributarias, con objetivos espurios, para saltarse jurisprudencia contraria a los intereses de Hacienda o creando confusos conceptos jurídicos que pretenden dar cobertura a normas que se pretenden defraudar.
En el caso, se quería crear una regla de imprescriptibilidad, es decir, de eliminación de ese valor fundamental que es la seguridad jurídica, pero como eso es muy fuerte ponerlo en la letra de la ley, lo que se hizo fue crear un nuevo tipo de renta que, conceptualmente, llevaba a esa imprescriptibilidad. Digno de trileros. Es más, esa imprescriptibilidad afecta no solo hacia el futuro, sino también retroactivamente a aquellos que tuvieran rentas que ya se encontraban prescritas en el momento de entrada en vigor de la ley, lo que supone hacer revivir una prescripción que ya se había consumado.
Ante esto, el TJUE dice que no valen ese tipo de atajos porque, al final, el efecto de la norma es la imprescriptibilidad de facto y, por muy bonito que sea el nombre que le pongamos al niño, al final va a tener la cara de su padre y, en el caso, no será nunca mister España.
La segunda consecuencia es que se condena en costas al Reino de España. Lógico. La resolución culmina un recurso por incumplimiento que tuvo que activar la Comisión Europea porque, previamente, había resuelto un procedimiento de infracción con un dictamen motivado durísimo en el que --hace ya varios años-- conminaba a nuestro país a cambiar la normativa, que había investigado a fondo y consideraba que iba en contra de cinco de las libertades comunitarias.
Es decir, el legislador no solo ha sido defraudador, sino que ha sido un defraudador recalcitrante, en la terminología de nuestro metalenguaje tributario. Y lo ha sido porque, básicamente, no le ha salido del níspero modificar la normativa. ¿Y por qué no lo ha hecho, cuando dos de los territorios vascos sí que lo hicieron nada más acabar la amnistía? Pues porque un día 25 de julio, al antaño Apóstol de todos los catalanes de bien --entre los que no me encuentro-- le dio por hacer unas declaraciones en las que decía que iba a misa a Andorra, donde tenía unos misales respecto de los que no había presentado el formulario de bienes en el extranjero.
Es así de triste: cualquier gobierno que desactivara tan lacerante normativa se iba a encontrar con una acusación de colaborar con el Gran Defraudador, al que recientemente se ha unido otro coronado personaje en idéntica situación.
Como iba diciendo, el Tribunal ha condenado en costas a España tras un procedimiento de infracción que se ha dilatado muchos años, en espera de que la Hacienda española reaccionara.
Ahora, cualquier persona que hubiera recibido una sanción relacionada con la falta de presentación del modelo 720 puede iniciar un procedimiento de responsabilidad patrimonial, para exigir que le devuelvan las cantidades pagadas porque, claramente, el legislador patrio ha cometido una infracción que, en la jerga, se conoce como suficientemente caracterizada, es decir, que nos ha orinado en la cara --merinas y churras, montoros y monteros-- durante años mientras nos decían que llovía.
Y esa solicitud se puede instar aunque la sanción sea firme, por mucho tiempo que hubiera pasado desde su imposición. Lógicamente, conociendo la Administración que tenemos enfrente --solo hace falta ver el vergonzoso comunicado que ha emitido la asociación de inspectores--, no va a ser fácil ni inmediato, pero es de justicia reclamarlo.
Auguro ya que, el próximo palo europeo que va a recibir el Gobierno va a ser, precisamente, por el cambio normativo sobre el régimen de responsabilidad patrimonial que se hizo en el año 2015, intentando restringir de forma exagerada la posibilidad de indemnizar a los ciudadanos por los daños generados por normas contrarias a la Constitución o al Tratado de la Unión Europea.
Tengo escrita una propuesta de cambio normativo que, desde aquí, aconsejo al Gobierno que se lea. Está publicada en una revista científica y, por mi parte, estoy a su entera disposición.
Me resta agradecer la serenidad y paciencia de tanta gente que ha sufrido años y años por culpa de este formulario. Me alegro por todos ellos. Me llevo el cariño de la gente que me ha permitido conocer esta lucha, empezando por Alejandro del Campo, mi doblemente gran amigo. Y recordar a los inspectores que, valientes, se han salido de su grey para poner el dedo en la llaga de los defectos de la normativa ahora anulada. Gracias, Isabel, en la gloria del Señor estés. Gracias, Paco y Eduardo.
Por concluir, tanto la zanahoria --la amnistía-- como el palo --el 720-- de Montoro se han acabado yendo al guano pero, él debe encontrarse ahora mismo sentado en su sofá, riéndose del mundo y cobrando onerosas retribuciones de vaya usted a saber dónde.
Algún día nuestros políticos, representantes e incluso funcionarios --que están obligados a inaplicar la normativa española, como esta, contraria a la normativa europea, aunque hacen caso omiso de tal deber-- deberán depurar sus responsabilidades por actuaciones, como esta, manifiestamente contrarias a valores y principios sagrados en un estado democrático y de derecho. Un breve repaso a los horrores de la historia demuestra que, por cuestiones tributarias, se han acabado produciendo las más sangrientas revoluciones.
Yo ya soy muy mayor para ponerme a gritar con un megáfono subido a una caja de naranjas pero, en lo que se refiere a mi ámbito jurídico y en defensa del derecho, siempre me tendrán enfrente.