La sombra de Reggio Calabria empieza a ser alargada. El fin de Josep Luis Trapero como jefe de los Mossos empieza a tomar tintes de una novela negra digna de Patricia Highsmith, sin bajas. La última aportación, insensata pero cierta, le relaciona con el excomisario José Manuel Villarejo que trató de pillar a Trapero cuando este actuaba al servicio del procés. El oscuro expolicía de las cloacas señala a dos sindicalistas de los Mossos que servían de informantes al Ministerio del Interior y a la red que se extendió por los cuerpos de Seguridad, a medida que Villarejo iba sacando subrepticiamente pistas de las piezas separadas del caso Macedonia, investigada por el juez de Instrucción número 1 de Barcelona, Joaquín Aguirre. El juicio oral de este caso, de presunta trama de tráfico de drogas y corrupción policial, acaba de empezar. Si algún día el narcotráfico y las policías patrióticas resultan algo más que concomitantes, habremos entrado en el mundo calabrés.
Las malas prácticas de Interior de las que no sabía nada Mariano Rajoy, autor del libro Política para adultos, son el cuerno retorcido. Como es bien sabido, con dinero público se financió a una maraña de agentes para encubrir la relación de Gürtel con Bárcenas, el extesorero del PP. Las cosas se complican a medida en que el cariz de los asuntos judiciales no se mide siempre por el rasero. España entera se escalofría, como lo ocurre al condado del Mississippi de Tiempo de matar, la novela del maestro John Grisham, en la que una espiral de amenazas arrasa a todo aquel que no comparte una concepción racial de la justicia.
En su momento, cuando una ensalada de malentendidos y mentiras camufladas rebasó los límites, Trapero gobernaba la policía catalana: despistó en el 1-O e hizo la vista gorda en todo el otoño cruel de 2017. Más adelante, en 2020, Trapero se autocriticó públicamente, le pidió disculpas a De los Cobos, el alto cargo de la Guardia Civil que dirigió el operativo lamentable del referéndum ilegal, y prometió que en adelante sería estricto con el acatamiento de la legalidad constitucional. El mundo indepe lo señaló por haber evitado la prisión traicionando sus ideales. El soberanismo lo denunció y el Govern lo sentenció.
Aragonés tenía clara la destitución de Trapero porque en Cataluña no existe la correlación democrática que exige el cruce entre la política y la función pública. En ERC se frotan las manos con el cese, mientras que en Junts, los amigos del Major rabian con las mejillas enrojecidas.
La Generalitat busca ahora un endulzamiento de la seguridad. Designa como sustituto a un hombre preparado, Josep Maria Estela, que llevará a cabo el proceso de feminización pendiente en el cuerpo y desplegará las artes del poli bueno con el vecindario. Pero del cese de Trapero quedará, no solo la judialización de la política, sino de los cuerpos que detentan el monopolio de la violencia. La más que latente implicación del Major en el procés, la sombra persecutoria de Villarejo, el empeño de Junts por mantenerlo en el cargo gestado en colçotades, ratafías y gambas de Palamós y el despecho final de Aragonés revelan un reguero de malas prácticas, que quizá acabaremos lamentando.
En todo ello ha habido un poco de espionaje modelo Le Carré y un bastante de crimen barriobajero propio de Simenon, Montalbán o González Ledesma. Trapero se hizo un ovillo en los días de aquel otoño caliente de 2017; sabe lo mucho que calló. Y por méritos propios, él es el testigo de cargo.