Ya están aquí las entrañables fiestas navideñas. Tiempo de magia y alegría, “esta Navidad marca la diferencia”, vuelve su espíritu “a lo grande”, porque “nos gusta la Navidad”. Solo hay que ver un rato la televisión y atender a los anuncios sobre la llegada de estas jornadas de euforia consumista y cordialidad o afecto reprimido desde hace tanto tiempo. Días de felicidad desbordante y deseo de reunirse, hasta con quien no se soporta habitualmente. Sin embargo, crece la incertidumbre, la desconfianza y la indecisión de las reuniones, tanto familiares como amistosas porque una pandemia inmisericorde nos acecha y se rumorea sobre la posibilidad de un nuevo confinamiento estricto, a la holandesa podríamos decir ahora.
Hay quien especula a partir de datos demoscópicos, otros lo hacen simplemente desde la pura intuición: siempre es mejor conocer que sospechar. En realidad, vivimos la incertidumbre de la ignorancia, porque apenas nada se sabe sobre la nueva variante ómicron, salvo alguna advertencia de la OMS de que se propaga a una velocidad que dobla su incidencia en menos de tres días, a ritmo geométrico. Sin que se atisbe reacción o plan de acción alguno, quedamos al albur de los acontecimientos. Siempre cabe pensar en un escenario más dantesco: una pandemia viral en los ordenadores para que el mundo colapse por completo. En realidad, el terrorismo de los nuevos tiempos.
La Generalitat ha decidido que, se esté vacunado o no, será preciso una cuarentena de diez días cuando se haya tenido un “contacto estrecho” con algún infectado, haya síntomas o no. Estamos como hace un año, cuando se hablaba de convivientes, condurmientes, afines, cercanos o términos similares. ¿Qué quiere decir eso de contacto estrecho? ¿Acaso es un eufemismo de carnal? Una incógnita que recuerda aquello de la infancia de que los enemigos del alma eran el mundo, el demonio y la carne. Aunque las dos primeras amenazas podrían ser más comprensibles, admito que lo de la carne tardé en entenderlo. Pasado el tiempo entendí que no se trataba del riesgo ante un solomillo o un entrecot. El problema ahora es cómo saber si has estado en animada cháchara con alguien que luego resulta ser positivo, quién avisa o cómo se sabe del riesgo corrido.
El pasaporte covid, al menos tal como se gestiona en Cataluña, puede servir exclusivamente para que la gente se vacune. Tampoco es mala idea, si se tiene en cuenta que la libertad de los negacionistas ante la vacunación acaba donde empieza la nuestra de no querer infectarnos. Así de sencillo, cuando las calles están abarrotadas de gente y los locales a rebosar de gente sin mascarilla y distancias de seguridad más que dudosas. ¡Y qué decir del ocio nocturno!
Nada sabemos de quién ni cómo hace el seguimiento de los casos de contaminados que puedan surgir en un sitio u otro. Es evidente que la pandemia ha provocado alteraciones en los hábitos cotidianos, un cambio cultural en la forma de relacionarnos. Barcelona puede acabar teniendo más terrazas que átomos en un vaso de agua. Cierto es que vasos hay de distintos tamaños y medidas, pero se puede estimar en un cuatrillón, tanto como un uno seguido de veinticuatro ceros.
Lo único claro es que asesores y expertos científicos de la Generalitat coinciden en la necesidad de adoptar medidas restrictivas. Pero nadie se atreve a adoptarlas, más aun en tiempos que se entienden ya preelectorales, suponiendo que hayan dejado de serlo alguna vez: el dilema salud o votos parece instalado en todas las administraciones. Más aun después de las sentencias sobre el estado de alarma. Sin añadir el factor económico, puesto que la posible afectación a la recuperación pone los pelos de punta.
De momento, prevalece el sálvese quien pueda y la coordinación brilla por su ausencia. Vale tanto para España como para la UE: a medida que pasen los días, con la velocidad de propagación de la nueva variante, cada comunidad autónoma o cada estado adoptará las medidas que le vengan en gana. Holanda ha dado un cerrojazo con un confinamiento estricto hasta mediados de enero: algunas voces apuntan a que vamos de cabeza hacia el mismo escenario. No se trata de alarmismo: cada cual conoce más casos cercanos de gente infectada o contaminada estando vacunada. Afortunadamente con síntomas más leves gracias a la vacunación, pero confinados. Nadie sabe a ciencia cierta qué ocurrirá en los próximos días. Cada vez se suspenden más encuentros, sean comidas o cenas navideñas. Y para las cenas familiares o ampliadas se ha puesto de moda el recurso a los test de antígenos, con problemas ya de desabastecimiento.
Pedro Sánchez ha convocado una conferencia de presidentes para poner de relieve eso que se llamó cogobernanza, una forma de repartir responsabilidades, con la intención de consensuar la aplicación de restricciones. Lo anunció ayer en Barcelona con ese lenguaje ampuloso y triunfalista que le es tan propio. Habrá que ver cómo se comportan los presidentes autonómicos en ese encuentro telemático, en un momento en que el lenguaje se ha convertido, lejos de ser instrumento de información y comunicación, en herramienta de agresión al adversario. El Partido Popular lo mismo defiende una cosa que la contraria, hasta hacerse patente incluso la forma en que debe hacerse oposición. Un desbarajuste político que provoca la náusea permanente cada vez que hay un pleno del Congreso, donde ni se pregunta ni se responde, tan solo se agrede. Así, cunde el temor y la desconfianza, mientras se bordea el síndrome de la caverna: de nuevo, todos a casa.