Leía esta semana el gravísimo problema que está ocasionando la falta de profesionales de la enfermería. Sorprende el que sean pocas las personas que opten por esta ocupación, que tendía a vincularse con estabilidad, remuneración digna y reconocimiento social. Sin embargo, la realidad resulta muy distinta.
Acerca de la estabilidad, muchas enfermeras sencillamente no saben lo que es, pues en toda su trayectoria no han conocido más que contratos eventuales y el ir de suplencia en suplencia. La remuneración padece los ajustes del sector público, mientras en el ámbito privado son notorias las consecuencias de la competencia feroz entre mutuas. A su vez, se van percibiendo los efectos de los criterios de gestión de los grandes grupos hospitalarios y los fondos de inversión que los sustentan. Finalmente, por lo que al reconocimiento social se refiere, lo cierto es que no les prestamos demasiada atención. Lejos quedan esos meses en que salíamos a aplaudirlas cuando tanto dependíamos de ellas
Pero lo que acontece con las enfermeras no es un hecho singular, es un ejemplo paradigmático de lo que ocurre en muchas profesiones que, en su momento, garantizaban un arraigo y una vida digna. Ahora ya no, y lo que subyace tras esta transformación es una victoria extraordinaria de lo que podríamos denominar “el mundo del dinero”. Las muestras son evidentes. Por ejemplo, me sorprende cómo las nuevas generaciones de las clases más acomodadas se orientan de manera muy mayoritaria, tras pasar por escuelas privadas que no concertadas, a estudiar administración de empresas o derecho. También, algún tipo de ingeniería que, tras el correspondiente máster en una business school, les facilita el acceder a puestos de gestión nada esenciales pero muy bien remunerados. Una cultura que va impregnando al conjunto de la sociedad.
Carecen de sentido alguno las enormes diferencias económicas entre un directivo y un enfermero. O entre una alta ejecutiva financiera y una oncóloga. No se trata de desprestigiar al mundo del dinero, que resulta tan legítimo como necesario en una sociedad abierta. Pero sí se requiere de un reequilibrio que garantice el reconocimiento, social y económico, de otras profesiones. Que, en el caso que nos ocupa, fue la que nos salvó durante la pandemia. La que admirablemente nos atendía en los hospitales mientras quienes perciben sueldos extremadamente superiores, teletrabajaban desde su casa. Y, a menudo, desde las segundas residencias de la Cerdanya o l’Empordà.