La lengua materna del 52,7% de la población de Cataluña es el castellano; el 31,5% es catalanoparlante y un 2,8% se declara bilingüe. Me cuento entre estos últimos y no quiero perder ninguna de las lenguas de mi infancia. El español lo aprendí en la escuela y de un padre castellano, con apellido muy gerundense, nacido en una familia que emigró a la Mancha, en el siglo XIX. El catalán me lo enseñaron mi madre y los abuelos barceloneses, que ni un día durante el franquismo dejaron de conversar en esa lengua. El idioma materno es lo que nos queda de nuestra familia, de nuestra cultura. Sus palabras, en las que soñamos y pensamos, no nos abandonan. Y tenemos derecho a exigir que nuestros hijos y nietos aprendan correctamente el castellano, al igual que el catalán, en el colegio.
Nadie puede negarnos el derecho a conservar y aprender el sonido, las expresiones, las poesías de nuestras lenguas maternas. Lo expresó mejor que nadie Hannah Arendt, escritora y politóloga judía emigrada a Estados Unidos en 1941. En el transcurso de una entrevista, realizada en 1964 en su país natal, le preguntaron: “¿Cuando usted regresa a Alemania qué le queda y qué se ha perdido para siempre?”. Y ella contestó: “¿Qué queda? Queda la lengua materna. Hay una enorme diferencia entre tu lengua materna y cualquier otra. Sé de memoria una buena parte de la poesía alemana y esos poemas están siempre en mi cabeza. El idioma alemán es lo que, en esencia, me ha quedado”.
Arendt llegó a escribir con soltura en francés y en inglés, al igual que muchos otros escritores emigrados o exiliados. No obstante, la primera lengua que escuchamos no se borra ni se sustituye por otra. A mi abuelo Josep Muniesa Bagaria, un industrial conservador, siempre le agradeceré haberme enseñado a leer en catalán con su vieja colección de la revista Patufet. Cuando Franco estaba a punto de morir, me dijo: “Siempre he hablado y escrito en catalán, antes, durante y espero que después de la muerte del dictador”. Murió pocos meses antes que el caudillo. Su hija y su nieta fuimos juntas a recibir a Josep Tarradellas.
Crecí en una familia donde las librerías han cubierto siempre las paredes y las lenguas se consideraban un tesoro que debía pulirse diariamente. Servían para entenderse y, no puedo negarlo, para hacer negocis. Nadie pensaba que para proteger una se debía demonizar a la otra. El fanatismo lingüístico que ha sugerido apedrear a una familia de Canet --la que ha pedido más escolarización de su hijo en castellano-- es impropio de la Cataluña tolerante en la que crecí. La bajeza moral de los aprendices de espías y delatores parece de otro mundo.
Una asociación de patriotas acaba de diseñar una pegatina que dice: “Mantinc el català sempre, arreu, amb tothom”. Quieren que se enganche en la fachada de establecimientos donde “no se respete el catalán”. El lema de la propuesta es, además de ridículo, inviable. ¿Cómo van a hablar en catalán siempre, en todos lados y con todo el mundo? Dejaríamos de entendernos con los llegados de otros lugares de España y del extranjero. Lo que quieren es que no se respete el castellano ni a la gente que lo habla.
La decisión de los tribunales, ratificando el 25% de castellano en la educación, ha encendido una nueva flama catalana que le viene bien al independentismo. En un momento de graves divergencias dentro del Govern entre ERC, JxCat y la CUP, la lengua es el único argumento para afianzarse entre los fieles. No hay fecha para la república, tampoco referéndum de autodeterminación a la vista y las manifestaciones por “una Cataluña libre” no alcanzan quórum. Sus líderes acaban sentados, una y otra vez, en la mesa de Felipe VI y de Pedro Sánchez.
Para impedir que siga bajando el suflé del procés, los patriotas vuelven a recurrir a la inmersión lingüística, que, por más que digan, ya no es un instrumento de cohesión, sino de persecución. En 40 años, la ley ni siquiera ha conseguido que aumenten los hablantes de catalán. Sin embargo, se anuncian declaraciones y votaciones solemnes en el Parlament para impedir, nuevamente, que se cumpla una sentencia. No se puede hablar o tocar una coma sobre el modelo de inmersión. Al parecer, solo hay que cambiar una ley, la Constitución española. Espero que los partidos constitucionalistas voten no o se abstengan. A este paso, el Govern va a poner guardianes de la pureza idiomática en los patios del colegio. Y los niños catalanes de hoy, como hacíamos los de ayer para fumar, acabarán encerrándose en los lavabos para hablar en castellano.