Éric Zemmour opta a la presidencia de Francia hablando de la gloria de De Gaulle o de la desazón patriótica de sus compatriotas, pero no se entretiene con la deuda, el déficit y la gestión pública. Explica cómo quiere que Francia renazca, pero no explica como piensa gobernarla. El periodismo perezoso le compara con Trump, pero estamos en otra cosa. Aún así, va a la par con Marine Le Pen, a la que ha denigrado en abundancia.
Polemista fulgurante y autor, entre otros, del ensayo El suicidio francés, un brillante diagnóstico sin cifras ni reformas específicas, salvo el rechazo de la inmigración musulmana, ha conseguido ser el masterchef que califica los guisos de los restantes candidatos, como reflejan algunas modulaciones programáticas del candidato en cabeza, el actual presidente Macron. Simplificando, puede decirse que, siendo sugestivo verle debatir y rechazar el consenso frente a la force de frappe de la jefatura de De Gaulle, pensar en que llegue al Elíseo más bien aturde, aunque millones de franceses no lo vean así.
En el siglo XIX, un político francés diagnosticó lastimeramente que Francia se aburría. Bueno, ¿qué hay de malo en que las democracias aburran un poco? Es peor que resulten excitantes, sobre todo cuando se les ofrece políticas irrealistas. Lo constatamos en el caso de Cataluña, tan necesitada de una nueva promoción de líderes que calafateen la nave aunque sea aburriendo un poco. Al procés no le han faltado ni líderes circenses ni irrealismo tóxico, pero al final, como constatamos casi cada día, ahora ya resulta tan grotesco y caduco que genera más tedio que tensión. Cataluña quiere “desestresarse”, pero le faltan líderes políticos y sociales. Claro es que, comparado con Zemmour, Carles Puigdemont es una suerte de portero sustituto es un equipo de tercera división regional.
Esos nuevos líderes que requiere Cataluña tendrían incluso el derecho a aburrir mientas fuesen capaces de planear y llevar a cabo grandes estrategias económicas y ahorrarnos la política del contenedor humeante. En realidad, esa ha sido siempre la potencia de Cataluña, la que le da peso político: una estrategia económica certera. Pongamos por ejemplo, la batalla del arancel que logró incluso que Cánovas se olvidase del librecambismo y consintiera los objetivos proteccionistas. Ahora es todo lo contrario, Cataluña ya casi no importa en Madrid --salvo para aprobar los Presupuestos generales-- y para la Unión Europea es un galimatías incómodo. Denle pistonada al Corredor Mediterráneo y acostumbrémonos a una política más aburrida.