Américo Castro, en su última carta poco antes de morir en Lloret de Mar el 25 de julio de 1972, le comentó a su amigo el gran hispanista francés Marcel Bataillon que su explicación sobre la historia y el ser de España --suma de judíos, musulmanes y cristianos-- no había resultado tan perfecta como él y, sobre todo, sus seguidores, habían imaginado: “¿No pasa uno la vida corriendo tras algo imposible de lograr? Incluso en este oficio de escribir, ¿no trata uno de trazar y cerrar círculos que, a la postre, tienen más figura de buñuelo que de algo claramente geométrico?”.
Después de toda una vida investigando y sobre todo especulando, Castro concluyó metafóricamente que su idea sobre la realidad histórica española se parecía mucho a un bollo irregular, hinchado por la levadura, apetitoso, sin duda, si estaba elaborado con harina de calidad y frito con un excelente aceite, es decir, con buenas fuentes y manipulado por manos expertas. Algunos constructos intelectuales de la Historia corren el riesgo de ser propuestas más o menos materiales, más o menos tangibles, pero llenas de demasiado aire. La gran ventaja es que pueden ser engullidas y digeridas rápidamente. Pero el mayor riesgo es que ese aire metafísico se termine convirtiendo en un dogma, inamovible y, llegado el caso, en una identidad unívoca destructora de la convivencia y la pluralidad.
El fracaso del procés y la reciente sentencia adversa a la inmersión lingüística han puesto de manifiesto que el relato histórico con el que el nacionalismo catalán lleva sosteniendo sus discursos, desde hace más de un siglo, tiene la misma textura y entidad que un buñuelo. Nadie puede negar que el trabajo historiográfico realizado durante décadas desde el catalanismo, en la clandestinidad o desde el mismísimo corazón del poder, ha sido una tarea ardua y compleja, en ocasiones milimétrica y geométricamente admirable. Pero, al final tanto abuso del pasado y tanta manipulación han puesto en evidencia más la cantidad del aire insuflado que la calidad de la masa que lo envuelve. El resultado recuerda aquel conocido episodio quijotesco en el que un loco hinchaba perros metiéndoles aire por el culo con un canuto y, ante las risas de los presentes, recordaba: “Pensarán vuestras mercedes que es poco trabajo hinchar un perro”.
Con tanto aire el relato independentista ha generado tanta aerofagia a la sociedad catalana que camina incómoda para moverse con libertad. Las flatulencias, causadas por tanta ingestión nacionalista, han derivado en severas molestias intestinales de certera resolución. Cualquier hijo de vecino sabe bien cuál es el modo más seguro para aliviar dichos problemas. La primera y más sonora ventosidad fue emitida unilateralmente por Puigdemont el 27 de octubre de 2017, y desde entonces el mérito de algunos dirigentes posprocesistas --con Aragonès a la cabeza-- ha sido precisamente el lanzamiento controlado y sin apenas ruido, acaso toses, de numerosos y continuos gases.
No estaría de más, ni sería ningún demérito, que las inteligencias nacionalistas asumieran de una vez por todas que la nación catalana, como la española y tantas otras, es un buñuelo singular, tan imperfecto como exquisito. Las naciones como los buñuelos sólo son indigestas cuando se abusa de su consumo, el empacho es lo que tiene.