Me permito iniciar estas líneas recomendándoles a José Monje, más conocido como Camarón de la Isla. El próximo julio se cumplirán tres décadas de su fallecimiento, que le alcanzó con poco más de 40 años. Una trayectoria demasiado corta, pero suficiente para revolucionar el flamenco, despertando la admiración de muchos y el disgusto de los más puristas. En cualquier caso, mi referencia a Camarón no es para elogiar su arte, que aprovecho para hacerlo, sino porque una de mis frases predilectas forma parte de su popular Volando voy. Me refiero a ese estribillo “enamorado de la vida que a veces duele”. En pocas palabras, ocho exactamente, todo dicho.
A diferencia de anteriores ocasiones, en que la frase me resultaba tan acertada como ingeniosa y estimulante –la conciencia del dolor como parte intrínseca del ser humano— hace unos días me llevó a pensar que en nuestro mundo el dolor no solo es demasiado, sino que, por amargo e innecesario, desenamora de la vida. Y es que nos vamos sumiendo en una creciente espiral de padecimiento. Los datos resultan ya indiscutibles.
Así, el reciente informe anual de Unicef alertaba de la genuina eclosión de enfermedades psíquicas, especialmente entre los más jóvenes. Y no se puede achacar a la pandemia. Esta, lo que ha hecho es acelerar una tendencia que ya resultaba notoria antes del coronavirus. Muchos adolescentes que, muy escasos de profesionales de la salud mental para la conducción a tiempo de sus patologías, acarrearán secuelas anímicas toda su vida.
A su vez, la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión, señalaba hace unas semanas cómo más del 25% de la población española se encuentra en riesgo de exclusión social. Y, de estas personas, una de cada tres ya vive bajo el umbral de la pobreza severa.
Y, finalmente, la llamada Gran Renuncia que se está consolidando en Estados Unidos. Desde el mes de abril, son cinco millones los norteamericanos que mensualmente abandonan voluntariamente sus puestos de trabajo. Un fenómeno consecuencia del no poder más, del preferir malvivir de los pocos ahorros o de las ayudas públicas a seguir trabajando en condiciones que se consideran inaceptables.
Pero lo más asombroso es que, pese a todas estas señales tan evidentes que deberían obligarnos a parar y pensar qué nos pasa, seguimos como si nada. Los máximos responsables políticos y económicos siguen con su mirada tan cortoplacista como interesada. Quizás porque la vida aún no les duele. En cualquier caso, aprovechen este domingo para escuchar a Camarón.