Allá por mediados de 1976, cuando Adolfo Suárez llegó a la presidencia del Gobierno, la banda sonora que sonaba en las calles era “¡Libertad y amnistía!”, cosa que en territorios como Cataluña se completó con “¡Estatut de autonomía!”. Puede ser cierto o leyenda urbana, pero se dice que en el borrador de su primer discurso presidencial se incluía alguna velada alusión al tema de la amnistía, aunque después no apareció en la versión definitiva. Con aquel eslogan se desarrollaron las grandes manifestaciones de Barcelona en febrero: a lo largo y ancho del Estado supusieron miles de detenidos e incluso algún muerto víctima de la represión. Tiempo después, en octubre de 1977, tras las primeras elecciones democráticas de junio, la amnistía, cuyo mero enunciado suponía una actitud subversiva, se convirtió en la primera conquista de todos los españoles.
Pues bien, ahora, cuarenta y cuatro años después, cuando se gobierna a golpe de ocurrencia, ERC que ni estaba ni se le esperaba en las manifestaciones de 1976, pretende revisar aquella medida que en el Congreso, donde se abstuvo la Alianza Popular de Manuel Fraga, votaron hasta ochenta diputados que habían pasado por las cárceles franquistas. Un reconocido jurista y parlamentario de la transición me decía hace unos días que “es simplemente una gilipollez más de la que no merece la pena ni hablar ni opinar” porque no tiene sentido ni política ni jurídicamente. Podríamos sufrir un ataque de optimismo y creer que es la última gilipollez, pero el realismo empuja a creer que veremos más iniciativas del mismo o parecido calado. La amnistía fue, sobre todo, una conquista de las fuerzas democráticas, una conquista obrera, estudiantil y vecinal, una causa aglutinante de todas las fuerzas de oposición al franquismo. Algo impensable ahora para quienes estaban ausentes de aquellas movilizaciones pero que ahora se sienten los reyes del mambo porque sus votos son decisivos para respaldar los presupuestos del Estado y mantener el gobierno Frankenstein que bautizó Alfredo Pérez Rubalcaba.
La bibliografía sobre la transición y la amnistía es tan amplia como corta la memoria de los ausentes, quienes no fueron víctimas de la represión. Es el caso de ERC y de algunos otros que solo recuerdan de “La internacional” lo “del pasado hay que hacer añicos”. Es probable que la amnesia forme parte del debe de la transición. Siempre es complicado juzgar la historia con criterios del presente, entre otras cosas porque esa labor de recuperación y escritura del pasado ha sido básicamente obra de los vencidos, cuestión que quizá hace más incomprensible el olvido de lo que supuso.
La transición se fundamentó en el perdón y el deseo de superar heridas, garantizar la permanencia de las nuevas instituciones emanadas de las elecciones de 1977. El Tribunal Supremo definió la amnistía como ”un pilar básico e insustituible de la transición española”, formó parte indiscutible del pacto constitucional, tanto como el reconocimiento de la monarquía que los republicanos catalanes también quieren revisar ahora. Con la ley de 14 de octubre de 1977 se extinguió cualquier responsabilidad penal por los actos de intencionalidad política cometidos antes de la aprobación en referéndum de la Ley de Reforma Política de 1976. Lo dijo claramente el histórico líder de CCOO, Marcelino Camacho, en el pleno del congreso en defensa de la posición del PCE que hizo bandera de la “reconciliación nacional” desde 1956: “Pedimos amnistía para todos, sin exclusión del lugar en que hubiera estado nadie. Yo creo que este acto, esta intervención, esta propuesta nuestra será, sin duda, para mí el mejor recuerdo que guardaré toda mi vida de este Parlamento”. El mismo recordó que fueron los comunistas quienes hicieron bandera de la amnistía y como la palabra se borró en algunas ocasiones de los documentos elaborados por las plataformas unitarias de finales del franquismo porque se identificaba demasiado con el PCE.
La amnistía se reclamó sin excepción ni recortes, para todos los delitos políticos: “El resentimiento no es un buen consejero” dijo por entonces Santiago Carrillo. Por eso supuso, entre otras cosas, la cancelación de los antecedentes penales. Después acabarían desapareciendo las fichas policiales por desafección al régimen, porque desaparecida la pena se entendía que no hubo delito. Tendría su aquel ahora recuperar todos aquellos antecedentes: es algo a lo que solo pueden aspirar quienes no tuvieron causa alguna ni motivo de seguimiento, despido, expediente o detención. Sería una ocurrencia más. Los presos políticos son siempre un talón de Aquiles de las dictaduras y una referencia permanente de las reivindicaciones sociales cuando la libertad está sojuzgada o eliminada.
Al margen de que algunos lo consideren una gilipollez más de las muchas que llevamos viendo en los últimos tiempos, son muchos los que dudan que pueda aplicarse una modificación de aquella ley con carácter retroactivo. Por más que se pretenda aplicar el derecho internacional por delitos de lesa humanidad, están ya prescritos los cometidos bajo el franquismo, además de desaparecidos muchos o la mayoría de sus protagonistas. Es un derecho fundamental que tampoco puede ser alterado mediante una nueva norma ordinaria como puede ser la Ley de Memoria. En el fondo, resulta todo demasiado difuso y confuso, cual cortina de humo que tape las miserias cotidianas de la inmadurez política, la incapacidad de gestionar la realidad cotidiana y la ocultación de intenciones aviesas. De hecho, el pasado mes de septiembre, ERC y Junts propusieron que el Parlamento de Cataluña traslade al Congreso una nueva ley de amnistía que incluya la autodeterminación como vía para resolver el conflicto político con el Estado Español. Como argumento de fondo queda el deseo de que sirva para reparar las pérdidas económicas y patrimoniales de los afectados por el franquismo.