La polémica sobre la gestión pública o privada del agua es recurrente. En general, como la gestión de la energía. Que ahora se hayan disparado los precios ha encendido este debate en el que se han planteado la creación de empresas públicas energéticas, que han quedado en poco tiempo en el cajón. Simplemente, porque son inviables.
Los partidarios de esta gestión pública enarbolan algunos mantras como que el agua pública es más barata, se protege mejor al vulnerable, los empleos son estables, mejoran las condiciones de abastecimiento y la gran estrella: los beneficios repercuten en la red. Como en una religión creerse estos planteamientos es cuestión de fe, porque la falta de transparencia de las empresas públicas impide una comparativa real con la gestión privada --mejor dicho, público-privada-- que está obligada a dar todo tipo de datos. Vamos por partes. La remunicipalización no es más barata que la gestión privada. Los datos no lo corroboran porque no es solo el precio, sino la calidad del agua, la distribución, el servicio, la tecnología, es decir, el conjunto del servicio. Si una parte no se presta, puede parecer que el recibo es más barato, pero solo es una entelequia.
Si bien en algunos municipios se ha conseguido mantener los precios de antes de la remunicipalización, en otros han crecido de forma desorbitada. Y en la mayoría de ocasiones esta reducción tiene repercusión directa en la inversión y en la calidad del agua. Además, el precio depende del acceso al agua, la depuración y el tratamiento, el traslado del agua a las grandes urbes y la problemática del saneamiento.
Tampoco resulta convincente que el gestor público proteja mejor a los más vulnerables, porque las empresas de gestión privada pusieron en marcha mecanismos en 2008, incluso antes que los gestores públicos. Además, muchos consistorios seguían cobrando los impuestos a los beneficiarios. O sea, no pagaban en agua --privada-- y sí pagaban las tasas públicas. En el Área Metropolitana de Barcelona se asegura la bonificación de la tarifa a más de 60.000 personas vulnerables y se han establecido protocolos de actuación con todos los municipios para identificarlas. Barcelona fue el último en hacerlo.
La remunicipalización se presenta como adalid de la mejora del servicio. Tampoco se ajusta a la realidad, porque muchos municipios --por ejemplo los gestionados por CONGIAC-- deben esperar horas, cuando no días, para ver como se reparan las averías o como se deja en buen estado la vía pública tras una reparación. En algunos municipios, como Valladolid, la remunicipalización implicó un incremento sustancial de las averías. En otros, el saneamiento es el gran perjudicado y el departamento de Innovación, Desarrollo e Investigación.
Tampoco la mejora de la red, apuntada en todas y cada una de las poblaciones que han remunicipalizado el servicio, resulta una realidad. En algunos, las inversiones han caído, en otros no alcanzan los niveles anteriores y en los más los beneficios de la gestión no revierten en la inversión necesaria en un servicio que debe estar en renovación y adaptación constante. Por si fuera poco, esta supuesta remunicipalización es en la práctica una multiprivatización de servicios porque las nuevas empresas públicas no tienen la capacidad de innovación necesaria ni el acceso a las tecnologías más avanzadas. Solución, se subcontratan los servicios a empresas privadas, en muchas ocasiones la anterior gestora del servicio. También es tónica general la externalización de servicios que anteriormente desarrollaba la empresa privada como gestión de personal, facturación, etc. Una externalización que repercute en las condiciones de trabajo y en la gestión del servicio. Por si fuera poco, la mayoría de estos servicios se externalizan a empresas que no son de la localidad, algo que era casi una costumbre con los anteriores gestores. Un dato, la nueva empresa de Valladolid tiene más del 50% de su presupuesto hipotecado por las externalizaciones. Y esto no es una anécdota, el Canal de Isabel II subcontrata la mayor parte de sus servicios tecnológicos al igual, por ejemplo, que la remunicipalizada empresa de Terrassa o la histórica de El Prat. ¿Por qué rechazar entonces la colaboración público-privada?
En este punto, no podemos olvidarnos de la última sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña que consideró fraude de ley la remunicipalización del agua de Collbató que se adjudicó a una empresa sin concurso y sin medios propios. Este es un ejemplo más de la falacia del sector público del agua. Se presenta al sector remunicipalizado como un todo, como un segmento homogéneo, lo que está muy lejos de la realidad. No todas las empresas públicas son iguales. Algunas tienen una larga historia y tradición, otras son de nueva creación, y la gestión es variada y variopinta, con datos segregados diferentes que hacen casi imposible la realización de comparativas. Dicen que “las privatizaciones reducen sueldos y provocan despidos”, pero esta afirmación es tan cierta como “las remunicipalizaciones reducen sueldos y provocan despidos”. En algunos municipios, la centralización de los servicios como en CONGIAC ha sido sinónimo de reducción de plantillas, en otros se aumentó la jornada laboral y los incrementos salariales no han sido los esperados, tal y como denuncian los sindicatos implantados en el sector que defienden los convenios con las empresas privadas porque comportan mejores salarios y condiciones de trabajo.
Estos preceptos serán cuestionados por los partidarios de la remunicipalización, pero son irrefutables a la vista de los datos --pocos-- que se conocen. No se puede establecer una línea continua entre remunicipalización y mejor servicio. Se puede repetir hasta la saciedad pero la realidad es tozuda. El gran caballo de batalla no es la propiedad del agua, que no está en cuestión. El agua es pública y los ayuntamientos deben exigir y controlar la gestión privada. Es ahí, donde el papel de lo público tiene sentido, porque remunicipalizar no es garantía ni de mejor precio --como ha sucedido en París, Berlín o lugares muchos más pequeños como Arenys de Munt-- ni de mejor servicio, ni de garantía de inversiones, ni de tecnologías avanzadas. El gran caballo de batalla es saber cuál es la mejor gestión, como se garantiza y moderniza mejor el servicio y quién tiene capacidad para acceder a las nuevas tecnologías. Es decir, el caballo de batalla es la ciudadanía. El caballo de batalla es poner a las personas antes que las ideologías.