En pocas semanas se han celebrado en Valencia los congresos de nuestros dos grandes partidos, PP y PSOE, que han coincidido en efervescencia, imagen de unidad y apoyo cerrado a sus respectivos líderes. Observando cómo se desarrollaron, me pregunto para qué sirven estos y el resto de partidos.
Resulta inaudito que en los congresos no se debatan las grandes cuestiones del momento, ni tan siquiera se discuta la gestión del equipo de gobierno. Todo se aprueba por aclamación. Precisamente cuando la crisis de 2008 y la pandemia nos sitúan frente a escenarios desconocidos, los partidos se encierran en sí mismos y eluden una de sus funciones esenciales. En los congresos y durante todo el año.
Quizás me venza la melancolía, pero uno añora aquellos partidos de discusiones intensas e inacabables. En qué para alcanzar el consenso, líderes tan carismáticos como Felipe González y Jordi Pujol se veían forzados a atender y dar cabida a todas las corrientes del partido. Por ello, veíamos en las formaciones políticas el espacio natural donde debatir y canalizar las inquietudes ciudadanas.
Todo ello se ha esfumado y, curiosamente, uno de los elementos que más ha contribuido a dicho deterioro ha sido una innovación que venía para favorecer una mejor democracia: las elecciones primarias. Éstas, desde sus mismos inicios, no se han articulado en función de las propuestas programáticas de los respectivos candidatos, sino que han predominado las afinidades personales e intereses de parte. De esta manera, cuando uno se impone en las primarias, se convierte en amo y señor, pues quien disienta sabe que le queda poco en el cargo público o en los órganos de gobierno del partido.
Así las cosas, no es de extrañar que muchos ciudadanos se pregunten para qué sirven los partidos. A ellos les sugeriría que reformularan la pregunta, cuestionándose para qué sirven estos partidos. Porque su fusión puede resultar central y muy positiva. Así ha sido en el pasado. En el futuro, ya veremos.