Algunos feminismos han reaccionado con virulencia cuando, por fin, se ha sabido que detrás del seudónimo Carmen Mola estaban tres autores o tres señoros, como los ha denominado irónicamente Carlos Mármol. Una estafa literaria en toda regla, han proclamado feministas militantes y demás simpatizantes. La denuncia por la usurpación nominal se ha repetido por doquier y ha dado lugar a que la prensa nos haya recordado los casos de mujeres que firmaron como hombres o, muchos menos, de hombres que lo hicieron como mujeres.
Todo era mentira. Así ha interpretado esta sorpresa editorial una librería dedicada a vender solo libros de mujeres, que ha decidido retirar los de Carmen Mola. Pero ¿qué es un autor o una autora? Michel Foucault advirtió hace más de medio siglo del problema derivado de clasificar los discursos en función del autor, y recordaba que el origen de la asignación de un autor a un texto se extendió a medida que “el autor podía ser castigado, es decir en la medida en que los discursos podían ser transgresores”. Foucault situó este cambio entre los siglos XVII y XVIII, cuando la irrupción de los copyrights fijó definitivamente la responsabilidad penal y el derecho pecuniario del autor. Estudios posteriores han adelantado varias centurias este avance de la autoría como signo de identidad del libro. Además, los trabajos de Roger Chartier han permitido precisar que la propiedad literaria derivó también directamente de la defensa del privilegio del librero que había comprado la exclusividad sobre un título.
Ni los autores o autoras son siempre una traslación directa de su respectivo género, ni los libros son obra solo de sus autores. Históricamente, en la conformación del autor y del producto libro han entrado en juego otros agentes: los impresores que compaginaban reducían o ampliaban los textos en función de factores como el coste del papel o el gusto del mercado; los editores-libreros que financiaban y compraban privilegios de venta; los censores aprobando, prohibiendo todo o expurgando pasajes; los libreros que vendían y encuadernaban los pliegos impresos a petición del comprador; los lectores que leían, tachaban, rasgaban, revendían o quemaban sus libros… Todos eran responsables materiales y penales del producto resultante, en tanto que eran inventores, fabricantes, vendedores o poseedores de ejemplares.
Con los libros de Carmen Mola ha sucedido un proceso similar al entrecruzamiento librario que, desde hace siglos, se viene produciendo. Todos han sido partícipes de su éxito o de su rentabilidad: autores, editores, libreros, periodistas y lectores. Todos han contribuido a crear este libro escrito a seis manos, que hayan sido masculinas tiene escasa relevancia. No ha habido estafa literaria alguna. Solo los o las reaccionarias se rasgan las vestiduras y claman a su cielo en busca de la verdad divina que convierta en dogma de género su única y admisible razón, mientras se señala la masculinidad de Mola de ser una trola y la condenan como si fueran agresores fálicos de la sagrada autoría femenina. Un disparate propio de los tiempos censores que estamos viviendo.
Tanto feminismo puritano podría desvanecerse si las editoriales revelasen algunos de sus secretos mejor guardados: el nombre de aquellas renombradas y populares autoras en cuyos libros trabajaban un buen número de negros –correctores, guionistas, redactores…— para dar forma al best-seller de turno.
La trinidad autorial masculina de Carmen Mola no es un atentado contra la dignidad femenina. Al contrario, es una muestra bien evidente del triunfo de la mujer en el mundo editorial. Incluso este caso podría ser valorado y compartido por los feminismos más sensatos como un ejercicio de autoestima de género, o si lo prefieren las feministas más femeninas como un juego de afeites mujeriles que, en palabras de Covarrubias, eran “el aderezo que se pone a alguna cosa para que parezca bien, y particularmente el que las mujeres se ponen en la cara, manos, pechos, desmintiendo a la naturaleza”. Sean bienvenidos estos afeites, si son lecturas bien aderezadas y divertimentos mejor ficcionados, aunque sean una trola.