Si, pero no. ¿Nos conviene un referéndum de autodeterminación? Sí, pero no. ¿Monserrat ha dejado de ser el símbolo espiritual de la independencia? Sí, pero no. ¿Se ha combatido la pederastia hasta el fondo? Sí, pero no. El tonsurado benedictino es un mar de ambigüedades, como demostraron los visitadores de la orden tras comprobarse los casos de abusos sexuales a los niños de la Escolanía y el clima de homosexualidad del monasterio, más patente que latente. Acaba de saltar del cargo Josep Maria Soler, el abad comprometido con la causa indepe y, en su lugar, llega Manel Gasch, otro de los novísimos que debe continuar la tradición sin romper el cántaro de silencios y escándalos opacados. Gasch habla de ayudar a las familias golpeadas por el Covid, como si la caridad cristiana pudiera suplir a la política de salud pública. Es el fin del compromiso indepe. El fin, al fin. Pero también el principio, más agustiniano que nunca, del silencio sobre el pasado vergonzante, ahora que los monjes que levantaron alfombras, como el Evangelista Vilanova o el exdirector de la revista Serra d’Or, Hilari Raguer, han fallecido. Ellos dejaron tras de sí el dosier de barbaridades punibles en manos de Francisco, el Papa que destapa los escándalos, aplicando las medias tintas del pecado, cuya penitencia y contrición duermen en arcones abandonados, en los ruinosos palacios cardenalicios de la romana Piazza Navona.
Monserrat tiene su historia. La parte contemporánea empezó con el abad Escarré, cuyas declaraciones a Le Monde fueron la vanguardia de una Iglesia que abandonaba el consenso del Antiguo Régimen concretado más tarde por el expresidente de la Conferencia Episcopal, monseñor Tarancón. Escarré, espoleado por Josep Benet, tuvo más repercusión interna que externa; la orden se partió en dos, pero a la lucecita del Pardo poco le interesaron los asuntos benedictinos ya que había pacificado a la orden desde el día en que el general entró bajo palio en el Monasterio, gracias la Comisión Abad Oliba. Escarré arrastró su discutible carrocería de gran preboste, hasta el punto de que el mismo Albert Alay, diputado de ERC durante la Transición, escribió que el mítico abad “había tardado 20 años en dejar modestamente de ser franquista”.
Por el tono melindroso de sus palabras, Gasch se olvida de todo; del yugo y las flechas, de los requetés del Tercio de Nuestra Señora de Montserrat, del lobi rosa enclavado en el monasterio y hasta de la República celestial de Puigdemont y Oriol Junqueras. Renuncia al pasado, como si se tratara de satanás y de sus pompas, para pregonar el paradigma de Hans Küng o la Iglesia de los pobres del padre Arrupe, aunque la furia hiperbólica del tiempo le separe de ellos de manera irreversible. Si le toca hablar del mal francés extendido por el templo circuncidado del Dios del Antiguo Testamento, se dirige a las familias rancias de los monjes, los Manen, Martí o Serrahima, entre otros --siempre silentes porque los platos sucios se lavan en casa-- para disculpar a la abadía en nombre de la discreción frente al escándalo.
Montserrat atraviesa tiempos de desmemoria. No recuerda que, en los años del hierro, la orden mantuvo una relación privilegiada con los gobernadores civiles de la dictadura, como Acedo Colunga o Garicano Goñi. Ellos le tendieron la mano al monasterio cuando el exarzobispo de Barcelona Gregorio Modrego decidió inmatricular la propiedad de la Montaña Santa en el balance de la mitra. Pero entonces, los monjes salvaron intacta su propiedad, gracias a las buenas artes del notario Raimon Noguera, miembro de la Penya Gran de l'Ateneu.
Ahora, el impulso de Gasch quiere evitar prebendas y potestades. La Abadía lava la imagen de su prevaricación continuada respecto al celibato y trata de herejes a los acusadores que nunca olvidaron sus hábitos.