Repetir falsedades hasta la saciedad, como hacen los dirigentes independentistas, no las convierte en verdades materiales, pero acaban pasando por tales, sobre todo cuando las falsedades disfrutan del beneficio de la duda en determinados sectores, del respaldo de la ambigüedad oportunista de pagafantas (a lo Ada Colau o Jaume Asens) y de una difusión generosa por los medios de comunicación, los públicos, los subvencionados y los complacientes, más las redes sociales afines.
Es lo que ha ocurrido con el supuesto conflicto “político” entre Cataluña y el “Estado español”, eufemismo este que –ridículos— vocalizan en castellano y lo utilizan para tapar la realidad compleja de España. Han conseguido que el vocablo conflicto figure ya “normalizado” y que haya debate en torno a cómo resolver el “conflicto”, que no es sino su enfrentamiento particular contra las instituciones del Estado, al alimón con la calle creyente y protegidos por una Constitución no militante y una democracia plena. Ninguna insuficiencia de las competencias o recursos del autogobierno, ninguna, justificaría el montaje del “conflicto”.
Ha sido un éxito de demagogos consumados que, además, tienen la desfachatez de hablar en nombre de Cataluña, ignorando a los catalanes no independentistas, lo más grave de su proceder puesto que pretenden violentarlos con una mutación forzosa de su identidad colectiva.
Ante el “conflicto”, pontífices de la reseña política (a lo Josep Ramoneda) piden “hacer política, sin concretar nunca que entienden por ello. La apelación a “hacer política” –“política de altura”, dicen como máxima concreción— la dirigen genéricamente a las instituciones del Estado o directamente al Gobierno de España, cuando no al mismo Pedro Sánchez. Así referida, la apelación es insidiosa: valida el “conflicto”, carga su solución al Estado y descarga de responsabilidad a los independentistas.
La posición de los independentistas es clara, a la vez que retorcida: exigen un referéndum de autodeterminación en Cataluña (no a lo que salga sino) para la independencia, así, sin equívocos, alegando que eso es la (supuesta) democracia real, poniéndola por encima de la legalidad. Las constituciones democráticas, todas, establecen una soberanía única de la que emana el poder constituyente y al que se someten los poderes constituidos a su amparo, la Generalitat, por ejemplo. Aceptar la pretensión independentista supondría el reconocimiento de una soberanía (inexistente) de Cataluña y la derogación de facto de la Constitución en Cataluña.
Si se considera el marco constitucional, el “conflicto” no existe, queda en lo que es, en un enfrentamiento particular y en la calle agitada. La intensidad del enfrentamiento y de la agitación de la calle no son “conflicto político”, son otra cosa: lo que vimos en septiembre y octubre de 2017.
Si a pesar de la claridad del marco constitucional se insiste en que hay que “hacer política” se da a entender que la exigencia de autodeterminación de los independentistas tiene fundamento y que, por lo tanto, habría que facilitarla para resolver el “conflicto”; se “haría política” pues en el terreno de juego independentista. Este “hacer política” los independentistas lo reciben como el agua de mayo, puesto que no les interpela a ellos, no les pide que abandonen o reconviertan su proyecto, ni siquiera les pide que moderen su retórica agresiva contra las instituciones del Estado.
Los independentistas también piden “hacer política”, entendiendo por tal “su política”. En el reciente debate de política general en el Parlament, Pere Aragonès espetó a Salvador Illa que los socialistas no tienen alternativa al proyecto independentista, emplazándolo a “hacer política”. Claro que la tienen, la alternativa de los constitucionalistas no puede ser otra que la “no independencia”, más la diferente posición de cada partido respecto al autogobierno de Cataluña. Pero para Aragonès y los otros eso no es una alternativa, que, de todas maneras, para ellos no existe.
La perversión dialéctica de la que hacen gala los independentistas es pretender que el único proyecto válido para Cataluña es la independencia y que “hacer política” consiste en hacerla posible.
No tenemos en España un conflicto de soberanías entre el todo y la parte, pero sí tenemos un conflicto de culturas políticas en Cataluña. De un lado la racionalidad constitucional y estatutaria y del otro el “pelotazo político” de quienes aprovechan el cóctel de crisis, frustraciones, malestar ante cambios que atemorizan, resentimientos, etcétera para con todo ello –que se da también en otras sociedades sin que reaccionen a lo “independentista”— construir un “conflicto” del que vivir política y crematísticamente.
Los que pontifican con tanta suficiencia y desacierto deberían empezar por pedir que sí, que se haga política, pero para desmontar el oneroso “pelotazo político”.