Antonio Franco, el plátano Baloo, así llamado amistosamente en la redacción de El País de Barcelona por su abultada humanidad, lo ha sido todo para muchos de nosotros. Ocupó desde muy joven puestos de relevancia en el periodismo. Fue un hombre grande, en diferentes sentidos del término, y radicalmente bueno; hubiese sido un digno alter ego de Sean Connery en la Casa Rusia, aquel editor inteligente en medio de la descomposición soviética. Antonio Franco construyó; tendió puentes entre Cataluña y España, su obsesión política, y lo hizo ya, entre el tardofranquismo y la primera Transición. En el campo del periodismo, dignificó la vertebración de nuestro país en un proyecto democrático compartido a partir de la Constitución de 1978. Trató de unir en la diferencia aplicando el estilo de otros coetáneos más maduros, como Pere Duran o Carlos Ferrer-Salat, en el campo de la empresa; o como los mejores dirigentes del PSC, Ernest Lluch o Narcís Serra, en el campo de la política. Antonio se confesaba socialista hasta las cachas; llevaba, apretado entre los dientes, el anhelo por defender un mundo más justo.
Franco estuvo en el equipo que levantó el Brusi, El Diario de Barcelona, junto a colegas que mas tarde le acompañarían en El Periódico y más adelante en El País. Vivió con Antonio Asensio la génesis del nuevo periodismo en una Barcelona que mudaba la piel de los lectores de papeles en desbandada --El Correo Catalán tradicionalista o El Noti de los Mencheta-- o cabeceras eternas como La Vanguardia, que maquetó para el futuro el llorado Carlos Pérez de Rozas, íntimo de Antonio. Años más tarde fichó por el Grupo Prisa, llevándose con él a parte de una generación que prendió en el periodismo riguroso. Los nombres que siguieron su aliento original son indiscutibles. Amigos ausentes y presentes, cuyos nombres no vienen al caso en este día triste que inaugura el otoño.
Franco tocó de refilón el Grupo Mundo de Sebastián Auger; entró en la plantilla de Mundo Diario, pero solo aguantó seis meses, el tiempo justo de conocer las intenciones discutibles del vientre de la andrómina y llevarse a los mejores a su nueva aventura. El espionaje amable y el fichaje por sorpresa son dos baluartes en un oficio de tinieblas, ejercido entre el verde celadón de los palacios, la barricada de la calle, la cadena de montaje, el estrépito de los desastres naturales o la ciudad canalla.
Toc, toc, ¿se puede?
Amaba el futbol como a la vida. Ha sido un culé de carné con imperdible, bufanda y “doble forro”, como recomienda el gran Josep Maria Minguella para las tardes de invierno. Desde el desborde a la honda pena, recuperó y perdió el resuello en las noches de Champions. Pero lo mejor que recuerdan hoy sus compadres del Camp Nou es una final de copa contra el Madrid, jugada en 1983. El Barça ganó uno a cero gracias a un memorable gol de cabeza, un remate en escorzo del joven Marcos. El regreso a casa resultó apoteósico. En tiempos magros para la vitrina del Barça, aquel fue uno de los partidos que el auténtico barcelonismo celebra como una Champions.
Franco ha rendido su pluma en muchas publicaciones. Hoy es oportuno recordar sus columnas en Barrabás, la inolvidable publicación de humor gráfico y literario sobre el mundo del deporte en general y del fútbol en particular, publicada en Barcelona desde 1972 a 1977. Fue una experiencia efímera; Barrabás olía a Vázquez Montalbán, Marsé o Bañeres y fue, sobre todo, la casa de los grandes viñetistas: Óscar Nebreda, el Tom, Romeu, Fer y el resto de la cadena rutilante de El Papus y El Jueves. Antonio, que firmaba sus columnas con el pseudónimo (deberíamos decir heterónimo) de Antonio Bigatá, celebró la ciudad del humor descarnado y la tolerancia, dos valores que hoy van a la baja a gran velocidad.
Tanto le gustaba el futbol que se aficionó al subbuteo, el juego de los partidos de fútbol con figuras, que emulaba los botones, un deporte alternativo de salita por el que perdía la chaveta. Antonio Franco, el plátano Baloo, como Mowgli llamaba al oso en El Libro de la Selva era realmente un oso amigo, no solamente por sus dimensiones. Sus broncas de jefe, precedidas siempre del cachondo you're fired, tenían el toque ornamental del toc, toc, ¿Se puede? A lo que él contestaba “pasa, pasa, majo”. Y estabas listo. ¿Es necesario espolear a los tuyos con un palo y una zanahoria?
Sí, es incluso sano, si se hace con afecto, como el director que nos ha dejado.