Hace unos años, a raíz de la crisis global de 2008, emergió el concepto de decrecimiento, en respuesta a lo que se consideraba una dinámica descontrolada e insostenible que nos había llevado al desastre. Una idea que no cuajó, si bien en los últimos tiempos empieza a oírse con mayor frecuencia, consecuencia de la pandemia, las imperfecciones de la globalización y los sucesos medioambientales. Así, mientras unos defienden este decrecer de manera bastante “naif”, otros lo consideran un despropósito.
Al margen de consideraciones ideológicas, el decrecimiento presenta enormes problemas. El primero, es el cómo se hace. ¿Qué debe hacer una economía para paralizar el crecimiento? ¿Cómo nos ponemos todos de acuerdo para transitar de uno a otro escenario? Además, en un contexto de una menor producción e inversión, los más perjudicados de manera inmediata serían los colectivos más frágiles, con lo cual los ya debilitados equilibrios políticos y sociales probablemente saltarían por los aires.
Pero, pese a la contundencia de las razones en contra del decrecimiento, no se entiende el menosprecio intelectual con que, desde determinadas élites, se señala a quienes están a su favor. La mayoría de quienes lo defienden son personas que, incluso en épocas de gran crecimiento, ven como su situación no mejora y sus expectativas se deterioran, por lo que es lógico que cuestionen el sentido del crecimiento. Si, además, y como ha sucedido este verano, se encadenan los desastres medioambientales, aún se comprende más ese estar en contra de un desarrollo que les margina y, de paso, va deteriorando el planeta.
Sin duda, la única alternativa sensata es el crecimiento, pero distinto, sin unas consecuencias sociales y medioambientales ya insostenibles. Para ello, y para evitar que el decrecimiento vaya atrayendo a un número creciente de ciudadanos, lo primero es procurar entender el porqué de su posición. No debería ser tan difícil.