De vez en cuando a mi padre le da por poner orden en la antigua casa familiar y nos amenaza a mis hermanos y a mí con tirar a la basura todo lo que ocupe un espacio injustificado, desde ropa y libros viejos a bicicletas oxidadas o cajas llenas de cables y dispositivos electrónicos sin identificar.
Esta semana tocaba “poner orden” en el antiguo cuarto de jugar, que ahora sirve de cuarto de invitados, pero también de almacén de trastos en desuso, como los trofeos de hockey de mi padre cuando era joven (intocables), las mesitas de salón que heredé de mi abuelo o mi colección de tapa dura de Los Hollister --que guardaba con cariño por si un día tenía hijos--, además de otros ejemplares de literatura juvenil y varios libros de texto de cuando estudiaba Historia del Arte.
Con mucha tristeza, en esta ocasión decidí sacrificar a Los Hollister, y con ella mis recuerdos de estar tumbada en mi cama infantil disfrutando de las aventuras de los cinco hermanos americanos. El mayor se llamaba Pete, me acuerdo perfectamente, y también había otro que se llamaba Ricky, pelirrojo, que era el más travieso, y quizás por eso, ahora que lo pienso, he llamado a mi hijo Ricard.
Y Ricard, siendo realista, nunca va a leerse Los Hollister, a no ser que le compre una edición nueva, con dibujos más modernos en la cubierta. Mi gastada colección de tapa dura, con las páginas humedecidas y enganchadas entre ellas, solo le hará estornudar.
Odio tener que desprenderme de libros, especialmente cuando no hay más remedio que llevarlos a la “deixalleria” (en la biblioteca solo aceptan libros actuales y en buen estado). Me da igual si Marie Kondo, la gurú japonesa del orden, dice que con 30 libros en casa es suficiente. ¿Cómo voy a tirar a la basura los libros sobre China que leí cuando vivía en Pekín? ¿Mi colección de cómics de Guy Delisle? ¿Mis novelas rusas?
A diferencia de desprenderse de ropa, zapatos o muebles viejos, tirar libros no produce (al menos a mí) ningún tipo de efecto catártico o liberador, del tipo “ah, qué bien estoy sin depender tanto de lo material”.
No. Tener que tirar libros, especialmente los que me he leído y me gustaron, me duele en el alma. Quizás porque es una forma de enfrentarme al paso del tiempo, o de conectar con los momentos de felicidad pasada que ya no volverán.
“Los Hollister, ¡guau!, yo era más de Los Cinco”, me comentó una amiga cuando le expliqué que había tenido que tirar la última colección de libros infantiles que conservaba (hace un par de años tiré Las torres de Malory y El club de les cangurs, y casi lloro). Ella, como la mayoría de adultos de mi edad, ya no cuenta con la casa de sus padres para usarla de almacén de objetos personales, y hace tiempo que se desprendió de sus libros de la infancia. Además, se ha aficionado al ebook, así que se ahorra el problema de tener que tirar libros en el futuro.
“Tú que lees tanto, ¿no utilizas ebook?”, me pregunta mucha gente, sorprendida. La verdad es que no. Ni siquiera lo he intentado. Seguro que debe ser más ecológico y más práctico, pero me da pereza leer en una pantalla. Estoy harta de pantallas. Y me gustan los libros: verlos, tocarlos, hojearlos.
Una de las cosas que más me gusta es entrar en casa de alguien que apenas conozco y chafardear entre sus estanterías de libros mientras me prepara la cena.
“¿Qué tal éste? Me han dicho que está muy bien” o “ah, este me lo leí hace unos años, me encantó” ...
Los libros siempre dan buen tema de conversación, aunque a veces nos hagan idealizar situaciones o momentos del pasado. Estoy convencida de que algunos libros que me gustaron cuando tenía dieciocho años, igual ahora me aburren o no me interesan.
“Los libros son marcadores de ego e identidad. Un recordatorio visual de lugares donde has estado, evidencia de una vida de aventura. Te transportan a momentos donde has sido feliz”, escribía esta semana el filósofo y escritor británico Julian Baggini en The Financial Times. “Esas páginas muertas son un testamento de lo que hemos hecho, no de lo que estamos haciendo o haremos. Sostienen nuestras identidades como viajeros o lectores”, añade Baggini, reflexionando sobre por qué nos cuesta tanto desprendernos de los libros, leídos o no.
En cuanto a estos últimos, el filósofo cree que aún es peor, porque implica admitir nuestros fracasos. “Admitir que nuestra aspiración de ser alguien más leído, con más conocimiento, más culto, no se ha producido. O peor, que ya no ocurrirá”, concluye.