Me encantaría empezar esta crónica diciendo que he aprovechado estas vacaciones para descansar y leer muchos libros, pero la verdad es que no he hecho ni una cosa ni la otra. El inicio de mis vacaciones coincidió con un hecho que iba a marcar el ritmo de las próximas semanas: mi hijo empezó a gatear. Así que me he pasado un mes entero corriendo detrás de un bebé con cara de pillo, con la espalda encorbada, procurando que no se abriera la cabeza con el canto de una mesa o un bordillo.
Hubiera estado bien si ese frenético e inesperado aumento de actividad física lo dejara agotado y durmiera nueve horas seguidas, pero tal coincidencia no se ha dado aún. A mi hijo le gusta despertarse de madrugada para exigir un biberón y practicar sus últimos avances acrobáticos, especialmente cuando compartimos cama (algo que ha ocurrido excepcionalmente, cuando hemos dormido en un hotel).
A lo que quiero llegar con todo esto es que no he tenido apenas tiempo para leer. Ser madre de un bebé de nueve meses me obliga a prescindir de los dos momentos que más me gustan para agarrar una novela: a primera hora de la mañana, mientras me termino el café del desayuno, o antes de acostarme, para que me coja el sueño. Ahora, literalmente, me duermo antes de pasar la primera página.
Por suerte, la última semana de agosto tuve más ayuda de la habitual y saqué el tiempo para terminar una breve y deliciosa novela rusa que tenía pendiente, Padres e hijos, de Iván Turguenév. Me apetecía leer una novela ambientada en las diferencias generacionales entre padres e hijos, aunque fuera en la Rusia de finales del siglo XIX. Desde que nació mi hijo, me pregunto qué pensará de mí cuando sea mayor: ¿me verá como una mujer progre y moderna por haber sido una madre soltera, o como una egoista y caprichosa, por haber deseado tener un hijo sabiendo que el planeta está patas arriba y tendrá que lidiar con los desastres del cambio climático?
La novela de Turguénev no dio respuesta a mis preguntas, pero me hizo reflexionar sobre muchas otras cosas: la familia, el amor, la religión, el feminismo, los corazones rotos. Que por muchas generaciones y avances científicos que pasen, los seres humanos siguen lidiando con el mismo desafío: la vida misma.
“Solo contemplo el cielo cuando quiero estornudar", asegura Bazarov, el protagonista del libro, un joven estudiante de Medicina que presume de ser un “nihilista” total y solo cree en el progreso científico. Bazarov y su amigo Arcadi acaban de terminar la universidad en San Petersburgo y regresan al pueblo con aires de superioridad, especialmente Bazarov, que se pasa el día tildando de viejuna, carca y sentimentalista a la gente de provincias, empezando por sus padres y los de su amigo Arcadi.
Pero, por muy racional, frío y modernillo que pretenda aparentar, Bazarov tiene emociones, como todo el mundo, y tendrá que aceptar que no puede tenerlo todo bajo control. Lo comprueba cuando se enamora perdidamente de Odinstova, una joven viuda, inteligente, guapa e independiente, una “mujer de armas tomar”, como él mismo dice, que es demasiado para él.
“¿Por qué no aceptas la libertad de pensamiento en las mujeres?”, le pregunta su amigo Arcadi reprochándole el cinismo que desprenden sus comentarios sobre Odinstova, sin sospechar que en realidad se ha enamorado de ella.
“Pues porque según mis observaciones, hermano mío, las mujeres que tienen libertad de pensamiento son horrorosas”.
Días después, el chulín de Bazarov acabará con el corazón partido porque sabe que Odinstova no le corresponde, Odinstova solo se quiere a ella misma. "Como todas las mujeres que no consiguieron amar, deseaba algo, sin que supiera precisar qué era eso exactamente", escribe de ella el narrador, en lo que me pareció una acertada reflexión sobre el amor.
Pero si el libro me atrapó desde el principio no fue por los amoríos, sino por un diálogo que aparece en el segundo capítulo, cuando Arcadi llega a casa de su padre, después de mucho tiempo en la ciudad, y se queda maravillado del aire puro que se respira, de lo bien que huele, de lo despejado que está el cielo.
“—Claro”, responde el padre.“—Naciste aquí, y todo cuanto hay, debe parecerte algo muy especial...
—Bueno, papá, da lo mismo el lugar donde nazca el hombre.
—Sin embargo ...
—No. Da exactamente lo mismo".