“Vengo a comerme a la princesa. Hablo en castellano, porque así parezco más malo”, le ha dicho, con mala sombra, el mago Lari a una niña en un programa infantil de televisión.

¿Hace falta decir el nombre de esa televisión? Pistas: es una máquina de difusión del odio como no se había visto desde antes de la restauración de la monarquía y la democracia. Sucede que esa máquina, la máquina del odio, con todos sus aparatos y dispositivos y subsistemas en diferentes órganos de la sociedad, funciona ya como un perpetuum mobile: un mecanismo que después de haber recibido el impulso inicial es capaz de funcionar eternamente. Bien es verdad que en este caso se requiere engrasar la máquina periódicamente, a base de financiación del Estado. Pero una vez bien engrasada, marcha sola.

La máquina va sola. Así, el Govern de la Generalitat puede postular el diálogo y la desinflamación, y preterir la secesión ad calendas graecas, y la sociedad, decepcionada, puede desengancharse del aventurerismo catastrófico, fracasado, inoperante ante los verdaderos y graves retos que la contemporaneidad le plantea al Estado del Bienestar; y el separatismo puede ir volviendo a reducirse a su nicho de siempre, recuperando su aura friki… pero la máquina no descansa. Seguirá funcionando sola.

Difundiendo, entre otras variedades de odio, el lingüístico. La consagración de la lengua catalana a la que asistimos (“está agredida”, “hay que salvarla a costa de cualquier sacrificio”, “es nuestro ADN”, como dijo el Astut Mas, etcétera) es de naturaleza nacional-religiosa, un dogma inefable que lleva implícita la voluntad de plenitud y de totalidad, y con ella la voluntad de liquidar, por las buenas o por las malas, las otras religiones. En este caso se trata de conquistar o “recuperar” para la lengua todo el lebensraum, espacio vital, tanto territorial como mental, de Cataluña y regiones limítrofes, liquidando el uso de la otra lengua competente.

Ahora bien: como, por ahora, esta liquidación no es factible, se trata de despreciarla liminal y subliminalmente, y de descalificarla asociándola a valores negativos (provincianismo, paletismo, barbarie, maldad), exactamente igual que hizo el franquismo de las primeras décadas con la lengua catalana. De ahí las rasgaduras de túnicas sagradas cuando se rompe el tabú: cuando la alcaldesa de Barcelona tuitea en español o cuando Valentí Puig publica un libro en esta lengua; y de ahí, también, chistes como el del mago Lari, que para parecer más malo habla en castellano.

Para esta política del odio, sería ideal polarizar la conversación pública, desertizar cualquier espacio intermedio, cualquier idea de bilingüismo y tolerancia –conceptos en buena parte sinónimos–, provocar un recíproco desprecio de la mayoría hacia la lengua catalana. Pero creo que si no se ha conseguido ya, no se conseguirá. Ni un millón de magos nigromantes, ni diez cadenas de TV3%, lograrán que los catalanes renunciemos, no ya al “amor a la lengua” (que es pura cursilería), sino a un patrimonio: un bilingüismo que es un privilegio. Y una gran suerte. Cuando no un blasón.