La cultura judeocristiana está construida sobre la culpa y el castigo que, se cree, le resulta inherente y le da sentido moral. La idea ha sido siempre la pretensión de construir la sociedad a partir de unos individuos disciplinados a partir del miedo. Más que la causalidad de las cosas se rebusca en el comportamiento inadecuado de las personas, en las debilidades, las cuales deben ser motivo de escarmiento y vergüenza pública. El código penal está lleno de tipos delictivos que van asociados a penas de prisión, lugar en el que se materializa el castigo y, santa ingenuidad, se sigue un proceso de arrepentimiento y de rehabilitación. Seamos claros, las cárceles no sirven prácticamente para nada y son la evidencia de que algo no funciona en nuestro mundo. Más allá de apartar de la sociedad a los individuos realmente peligrosos, buena parte de la gente que va a parar allí lo único que hacen es ser humillados y cultivar resentimiento. No retornan nada a la sociedad de lo que le pueden haber sustraído, ni modifican su personalidad y aún menos se forman. Para el cuerpo social resulta tranquilizador identificar una población proscrita y "culpable" y no nos suele doler el corazón porque hemos sido educados en la práctica de la represalia o la revancha, aquello tan simplista y poco cristiano de "quien la hace, la paga". En España hay, de manera constante, aproximadamente 50.000 personas encarceladas, 10.000 de las cuales lo son de manera preventiva. Todos tienen detrás una historia personal para ser contada, también una familia que sufre y, muy probablemente, podrían restituir el posible daño causado a la sociedad de manera menos cruenta y más humanitaria de cómo lo hacen.
Últimamente se ha hablado y debatido mucho de indultos, de su conveniencia y de su significación con relación a los encarcelados por el Procés. Se reflexiona sobre si es un trato de favor, la evidencia de la fortaleza o de debilidad del Estado y si esto resulta aceptable cuando los beneficiarios de la gracia no han mostrado arrepentimiento y desprecian abiertamente tal medida benefactora. Las intenciones y las bondades de las acciones siempre resultan opinables. Lo que ha hecho el Gobierno español al respecto de los presos independentistas no hay duda de que tenía la prerrogativa para hacerlo y resulta conforme al sistema constitucional que nos rige.
En principio, la benevolencia no debilita a quien la practica, aunque está por ver el pretendido carácter balsámico de las medidas y se pueden tener dudas bastante razonables sobre su eficacia. Probablemente, el error radica en la exageración sobre sus efectos; tanto los que lo plantean en un sentido como en su inverso. Más allá de los análisis políticos en relación con Cataluña y España, que estas personas salgan de la cárcel resulta altamente positivo, así como probablemente lo sería que salieran muchas otras que no tienen la connotación de "políticas". Pero situados en la dimensión de la política, seguramente es bueno para desinflamar un tema que no debería haber salido nunca del terreno político y tomar caminos de conflicto abierto y de toma de decisiones que rompían claramente con los usos democráticos y con normativa jurídica vigente.
Siempre resulta útil desescalar disputas. La reacción airada, especialmente de la derecha extrema española, está fuera de lugar y es prisionera de una cultura de la venganza que parece lejos de la voluntad de concordia y entendimiento que debería formar parte de los hábitos democráticos. Ciertamente no ayuda, por contraposición, el discurso independentista inflamado que intenta compensar el vaciado del discurso de la "represión", desvirtuando el valor de la medida atribuyéndola a la debilidad manifiesta del Estado ante una supuesta presión europea, recuperando los eslóganes de "lo volveremos a hacer" o "ni un paso atrás". A veces tampoco ayuda mucho ERC, en la medida que intenta contrapesar su realismo y pacto con el gobierno central, con salidas verbales de tono exaltado para evitar ir a parar a la categoría de los traidores.
Ciertamente el gobierno de Pedro Sánchez ha sido valiente en este tema y es obvio que arriesga mucho políticamente. Puede no salir bien. Puede que esto no sea el inicio de una nueva época basada en el diálogo y el pacto, convirtiéndose su mano extendida en una debilidad o una derrota. Resulta bastante claro, que había que intentarlo. Si algo no era posible, era mantener el "marianismo" del no hacer nada y dejar que el tema se enquistara de manera prácticamente definitiva. A veces, sin embargo, el discurso socialista sobre ello sufre de un exceso de triunfalismo, de un optimismo casi ingenuo. Para salir de la situación hacen falta más cosas que indultos y genéricas mesas de diálogo. Se requiere de una propuesta política amplia, sólida, seria y creíble que pueda interesar a una mayoría de la sociedad catalana --la independentista y la laica--, que tenga consistencia y largo recorrido. Probablemente, es el momento para un planteamiento profundamente federal, no en su uso puramente genérico, sino cargado de contenido y de futuro.