Mientras el PP en Cataluña se diluye como un azucarillo, su líder, Alejandro Fernández, calla con resignación contemplando impotente las sobreactuaciones de Pablo Casado. Aún no acierta a comprender por qué los votos que su partido prestó a Inés Arrimadas en el 2017 no regresaron el 14F. En pleno proceso de liquidación de Ciudadanos, lo lógico hubiera sido que un buen puñado de ellos, los más conservadores, hubieran optado por la papeleta popular. No fue así. Los resultados de las últimas elecciones autonómicas dejaron noqueado al bueno de Alejandro.
Hoy, su capacidad de intervención parlamentaria es escasa. Su minigrupo de diputados carece, a ojos de la calle Génova, de denominación de origen, es un fruto de aluvión. De poco le han servido al Partido Popular de Cataluña las recomendaciones de los gallegos Pedro Poy y Alberto Núñez Feijóo, que reclamaron un análisis en profundidad sobre lo sucedido en las elecciones catalanas. En la sede de Génova 13 a nadie le conviene abrir el debate y Alejandro Fernández sigue callando. Quizás, vayan ustedes a saber, aguarde la llegada de un nuevo tiempo o de un mesías celta.
En Cataluña el PP no está ni se le espera en ese carril central que ocupan los sectores que apuestan por el diálogo, la negociación y el pacto. Es una pena, no es bueno que este grupo de la oposición dormite en los márgenes del sistema. En el resto de España el partido se debate entre cohabitar con Vox y seguir contaminándose de su integrismo reaccionario, o modernizarse y adoptar las formas educadas de la derecha europea civilizada.
La sociedad española vive pendiente de recobrar el pulso y Pablo Casado, precisamente ahora, falla como dirigente político. Se muestra contradictorio e inseguro. Parece vivir con la mirada fija en Díaz Ayuso y respirar el aliento que Aznar le suelta en el cogote. El exceso de exposición mediática le convierte en un metepatas sin el don de la oportunidad. Juega a la bronca y al adjetivo faltón. Los lugartenientes que le flanquean no son un dechado de perfecciones ni consiguen blanquear sus errores. Cuca Gamarra es una portavoz con escaso gracejo y demasiadas aristas. Pablo Montesinos un comunicador soso de cartón piedra. A estas alturas de la película hay que reconocer que Cayetana Álvarez de Toledo asumía la función comunicativa del PP con mucha más eficacia, espectacularidad y talento.
La disertación de Casado acerca de la ley y la democracia en tiempos de la República Española da pie a múltiples interpretaciones. Uno puede pensar que el revisionismo que gasta el líder popular no es inocente, que obedece a una lectura de la historia en clave ideológica capaz de justificar opciones políticas involucionistas y reaccionarias. Mucho debe haber leído Casado a Pío Moa y a César Vidal para atreverse, desde la tribuna del Congreso de los Diputados, a decir lo que dijo. No es nada edificante ver al jefe de la oposición alinearse con una corriente de periodistas y pseudohistoriadores empeñados en rescatar la bibliografía franquista para reescribir el pasado a su conveniencia. Como tampoco es ejemplar ver a consellers del Govern de la Generalitat subvencionar, apoyar y suscribir las tesis del Institut de Nova Història dedicado a falsificar los hechos con la intención de crear un imaginario identitario nacionalista. Pero eso lo dejaremos para otra ocasión.
El PP se diluye en Cataluña ante la mirada displicente de Alejandro Fernández. No sé si ello es bueno o es malo; no sé si su debilidad favorece o no el auge de la extrema derecha. El vía crucis de los populares en Cataluña se ha ido agravando con el paso del tiempo, con decisiones insensatas faltas de tacto tomadas desde la distancia. La actitud de Pablo Casado respecto al indulto, y su verborrea parlamentaria, no facilita la tarea a Alejandro Fernández y los suyos. Tampoco se lo ponen fácil a los sectores del PP de toda España que sueñan con encarnar los valores de una derecha liberal, moderna y europea. No hay más madera.