En España, cualquier futura reforma del sistema de pensiones tendrá como principal objetivo aumentar los ingresos vías cotizaciones sociales y otros tributos y disminuir los gastos derivados del pago de las prestaciones. No obstante, como constituye el tema económico más sensible en nuestro país, cualquier ministro de la Seguridad Social hará lo posible e imposible por ocultar dicho propósito.
Hasta el momento, mediante diversos trucos, algunos ingeniosos y otros no, el ministro José Luis Escrivá se ha mantenido fiel al anterior guion. La principal actuación ha consistido en dividir la nueva reforma en dos partes: una donde las buenas noticias superarán a las malas y otra en que casi todas serán negativas.
El pasado lunes, el gobierno y los agentes sociales llegaron a un acuerdo sobre la primera parte. Los principales aspectos positivos del texto son:
1) Los pensionistas actuales mantendrán su poder adquisitivo. En 2013, el PP realizó una reforma que pretendía mejorar la sostenibilidad del sistema de pensiones a través de la reducción del poder adquisitivo de las prestaciones. Por dicho motivo, si la Seguridad Social tenía déficit en el ejercicio anterior, las remuneraciones de los pensionistas solo podían aumentar en un 0,25%.
La elevada tasa de paro, el gran incremento anual de los nuevos jubilados y la mayor cuantía de sus pensiones aseguraba el déficit en cada ejercicio. Por tanto, si la tasa de inflación regresaba a un valor normal, los pensionistas perderían todos los años capacidad de compra.
La reforma impulsada por el gobierno actual vuelve a vincular la subida de las pensiones a la del IPC. En concreto, a la media de la inflación anual entre diciembre de hace dos años y noviembre del anterior. Un indicador algo diferente al utilizado antes de la reforma de 2013, ya que el referente era la inflación interanual en el undécimo mes del ejercicio precedente.
2) La eliminación de la jubilación forzosa cuando el trabajador cumple la edad legal de retiro. Hasta la fecha, los convenios colectivos podían incluir una cláusula que obligaba a los trabajadores a retirarse cuando cumplían la edad legal de jubilación. La reforma otorga el derecho al empleado a permanecer en la compañía hasta los 68 años, dos más que hasta el momento. Si la empresa pretende que se vaya antes de dicha edad y él no quiere, le tendrá que despedir e indemnizar.
Las características neutras son las siguientes:
1) La desaparición del factor de sostenibilidad. En la reforma del PP de 2013 estaba previsto que los nuevos jubilados, a partir de enero de 2019, percibieran una primera pensión inferior a la que les tocaba. A partir de su entrada en vigor, además del importe de las cotizaciones y el número de años, la cuantía de las prestaciones dependería del aumento de la esperanza de vida en los cinco ejercicios previos al anterior a su jubilación.
Dicho factor nunca se llegó a aplicar, pues el pacto entre PP y PNV, que permitió la aprobación de los presupuestos del Estado de 2018, retrasó como máximo su entrada en vigor a enero de 2023. Aunque la nueva ley de pensiones lo ha derogado de forma permanente, en 2027 lo sustituirá un nuevo mecanismo (llamado de equidad intergeneracional) que muy probablemente tendrá una repercusión parecida al anterior.
2) La Administración General del Estado asumirá 21.000 millones de gastos de la Seguridad Social. Éste es un truco de magia muy malo, indigno de Escrivá. El objetivo es convertir el déficit anual de la Seguridad Social (16.793 millones de euros en 2019) en superávit. No obstante, solo lo conseguirá durante unos pocos años, pues la jubilación de la generación del “baby boom” volverá a pintar sus cuentas de rojo.
La medida es marketing puro, pero nada más. Le permitirá al gobierno publicitar que ha saneado la Seguridad Social y que, después de la reforma, el sistema de pensiones goza de una magnífica salud. La realidad es que el anterior organismo forma parte de la Administración General del Estado y, tanto antes como después de la nueva ley, el pago de las prestaciones generará déficit público.
Los problemas más importante que detecto son:
1) Una exigua bonificación por prolongar la actividad laboral. La nueva ley fija el aumento de la primera pensión en un 4% por año adicional trabajado. Al ser 66 años la edad actual de jubilación, la prolongación de la vida laboral solo les resultaría rentable a los empleados si consiguen vivir más de 92. Excepto si la medicina logra un gran avance en un próximo futuro, el anterior será un objetivo que no podrán cumplir la mayoría de los jubilados, pues la esperanza de vida en España en 2020 a los 65 años era de 20,4 anualidades.
2) Una escasa consideración hacia los trabajadores con largas carreras profesionales. Los empleados menos beneficiados por el sistema de pensiones son la mayoría de los que han cotizado por la base máxima y los que lo han hecho durante más 37 años y tres meses. En el último caso, porque es el período mínimo que les permite jubilarse en 2021 un ejercicio antes de la edad oficial (66 años).
Una manera de evitar el agravio comparativo consistiría en compensar el exceso de años cotizados con una jubilación antes de los 65, sin merma alguna en su pensión. Mi propuesta sería que si el excedente cotizado es de un año, el adelanto del retiro sería de tres meses y así sucesivamente. En ningún caso, dicho exceso debería permitirles avanzarlo en más de dos ejercicios y percibir el 100% del importe correspondiente.
3) Un hachazo a los que han cotizado por la base máxima. Hasta el momento, un gran número de los que habían cotizado reiteradamente por la base máxima podían jubilarse anticipadamente sin sufrir penalización alguna en el importe de su prestación. Así sucedía porque la base máxima era superior a la pensión más elevada y los coeficientes reductores se aplicaban sobre la primera. A partir de ahora, dicha posibilidad estará descartada, pues dichos coeficientes restarán a la segunda.
En definitiva, la primera parte de la nueva norma beneficia claramente a los actuales jubilados y, a pesar de las penalizaciones al retiro anticipado, favorece más que perjudica a los que lo harán en los próximos años. No obstante, incorpora más ruido que nueces, pues no resuelve ninguno de los principales temas pendientes, tales como la cotización o no de los autónomos según sus ingresos reales o el aumento del número de años utilizado para el cálculo de la primera pensión.
Tiene el sello de la factoría Escrivá. Un ministro que se resiste a entender que su papel en el gobierno no debe ser el del bueno de la película, sino del malo, malísimo. Si asume el último, la reforma de las pensiones será muy útil, en caso contrario no me extrañaría que fuera similar a la del papel mojado.
Hasta el momento, las pensiones han sido muy generosas para todos los jubilados respecto a lo aportado por ellos y las empresas donde trabajaron. Por tanto, en el futuro solo pueden ser peores que las actuales. Una coyuntura que implicará pagar más en concepto de cotizaciones sociales y otros tributos, jubilarse más tarde o recibir una prestación cuyo poder adquisitivo sea inferior al actual.