La reforma de la Seguridad Social de 2013 fue aprobada sin consenso político ni social. La precedente de 2011 solo consiguió el segundo. La crisis económica y la presión ejercida por Bruselas obligaron a ambos gobiernos a realizar rápidamente cambios en el sistema público de pensiones. Su principal objetivo era reducir el crecimiento de sus gastos a corto y largo plazo.
En la actualidad, el ejecutivo impulsa una nueva. El método utilizado es idéntico al que promovió la promulgada en 1997. Consta de tres fases: la consecución de una gran mayoría en una comisión parlamentaria creada a tal efecto (conocida como Pacto de Toledo), la negociación del gobierno con las patronales y los sindicatos de las recomendaciones efectuadas por ella y la aprobación en el Congreso por los principales partidos políticos del texto acordado.
En la pasada semana, la primera fase ha sido completada. No obstante, para realizar proposiciones sustentadas en un elevado consenso, los miembros del Pacto de Toledo acordaron abordar los temas sobre los que tenían posiciones similares y evitar los que mantenían discrepancias importantes. El resultado ha sido una propuesta de carácter cosmético.
Sus aspectos más destacados son las recomendaciones para la eliminación del déficit de la Seguridad Social y la conservación del poder adquisitivo de las pensiones. No obstante, también son reseñables el mantenimiento de los actuales privilegios de algunos cuerpos de funcionarios (las denominadas clases pasivas), la progresiva cotización de los autónomos según sus ingresos reales y la limitación y desincentivación de las jubilaciones anticipadas.
Si se adoptan las propuestas realizadas, la supresión del desequilibrio no será real, sino artificial. Una consecuencia del maquillaje contable, pero no de un aumento de los ingresos por cotizaciones sociales o una reducción del gasto en pensiones. La “solución” consistirá en traspasar a la Administración Central el abono de algunos dispendios impropios pagados hasta el momento por la Seguridad Social.
Desde mi perspectiva, es completamente secundario si los sufraga una u otra, pues lo importante es si lo hace alguna de las instituciones del Estado. Como así continuará sucediendo, el déficit público del país no variará. En otras naciones europeas, como Francia, Alemania y Suecia, una parte del gasto en pensiones en contributivas se financia con impuestos generales.
El traspaso ideado por el ministro Escrivá tiene como objetivo convertir un elevado déficit de la Seguridad Social en un importante superávit y demostrar que durante los próximos años la sostenibilidad del sistema de pensiones está garantizada. Según el nuevo criterio contable, la anterior administración no tuvo en 2019 un déficit de 16.898,3 millones de euros, sino un superávit de 5.972,7 millones, pues el nivel de los gastos impropios fue de 22.871 millones.
No obstante, las verdaderas cifras no acompañan a su argumentación, más propia del marketing que de las finanzas. En el pasado año, los ingresos por cotizaciones sociales ascendieron a 124.255 millones y el dispendio en pensiones contributivas se situó en 128.149 millones. Por tanto, el sistema tuvo déficit.
Un desequilibrio que se agudizará especialmente cuando la generación del baby boom empiece a retirarse. Si su edad real de jubilación es similar a la de junio de 2020 (64 años y 6 meses), lo hará a partir de 2021. El motivo es que aquélla integra los nacidos entre 1957 y 1977, un período en el que el número de nacimientos superó los 650.000 anuales.
La mayoría de las soluciones verdaderas son sumamente impopulares, pues me parece completamente ilusoria la defendida por algunos economistas de izquierdas. En concreto, el elevado incremento de los ingresos por cotizaciones sociales derivado de la aplicación de las nuevas tecnologías. Según ellos, éstas aumentarán sustancialmente la productividad, los salarios de los trabajadores y la recaudación de la Seguridad Social.
Entre las anteriores están el incremento de la edad de jubilación real y legal, la disminución de las pensiones percibidas y el aumento de la recaudación vía impuestos. Ésta puede ser por una subida del tipo aplicado a las cotizaciones sociales, un recargo sobre distintos tributos o por la generación de nuevos. La elección de una o varias de las anteriores opciones es lo que debe aparecer en una reforma duradera.
El aumento de las pensiones en la misma cuantía del IPC propuesto por el Pacto de Toledo es un gran logro de los jubilados actuales. Lo han conseguido mediante sus continuas manifestaciones. Supone eliminar el índice de revalorización, creado por la reforma del PP de 2013, que implicaba subidas anuales del 0,25% y la pérdida de poder adquisitivo cuando la tasa de inflación alcanzaba un valor normal.
Dado el elevado número de pensionistas (8.867.680 en octubre) y el gran incremento previsto para los próximos años, es difícil que la verdadera reforma comporte una pérdida del poder adquisitivo de los que ya reciben la prestación. No obstante, es más probable que sí la sufran los nuevos, al adjudicarles una inicial inferior a la que actualmente les correspondería. También que la edad de jubilación legal exceda de los 67 años (la prevista para 2027).
A diferencia del índice de revalorización, el factor de sostenibilidad, creado en la reforma de 2013, no ha sido anulado por la recientemente negociada. Una medida que generalmente reduce la primera pensión, pues relaciona inversamente su importe con el aumento de la esperanza de vida en la edad de jubilación legal.
En definitiva, la reforma de las pensiones propuesta por el Pacto de Toledo, e inspirada por el ministro Escrivá, no soluciona ninguno de los principales problemas actuales del sistema público. Tampoco aborda el gran reto que supone para la economía española, a partir de 2021, la jubilación de la generación del baby boom.
Es más un instrumento de marketing que una verdadera reforma. En realidad, tiene dos primordiales finalidades: convencer a las autoridades económicas internacionales de la sostenibilidad de nuestro sistema de pensiones y a la población de la continuidad durante bastante tiempo de las ventajas actuales. La principal es la percepción media por parte de los jubilados de un 74% más de lo aportado.
Indudablemente, dos características incompatibles, tal y como demostrará la legislación que verdaderamente aborde nuestros problemas actuales y futuros. El consenso político, como el recientemente logrado en el Pacto de Toledo, es positivo, si las propuestas efectuadas tiene utilidad. Si ésta es escasa, como la generada por el caso que nos ocupa, no sirve para nada.