“Si va el rey, no voy”. No importa que el acto sea muy importante para los intereses de Cataluña. Se comportan como patriotas de pacotilla. Son como aquellos niños que se tapan los ojos con la palma de la mano y dicen “No estoy”: “Si no voy, no lo veo y el rey no está”.
Matizarán su actitud --ya han empezado a hacerlo--, obligados por la presión de sectores de opinión de peso: “No lo recibo, aunque le saludo en un aparte”; “No ceno con él, aunque lo hace alguien en mi nombre”; “Todavía no lo recibo, aunque ya ceno con él, pero con el rostro altivo y firme la mirada”. Un juego de niños, un ridículo político.
Los desplantes al rey más que una ofensa --no ofende quien quiere, sino quien puede-- son una infantil estupidez. Claro que son una manifestación de libertad --igual como la campaña de `Yo injurio a la Corona', alentada en su día por Pere Aragonès--; esa libertad que la Constitución inclusiva y la democracia tolerante --que ellos desprecian-- les garantiza, pero son un sinsentido y desprestigian a la Generalitat, no a la Corona, que está por encima de esas pataletas.
Consistorios municipales con mayoría independentista y, en ocasiones, con apoyo de pagafantas de pseudoizquierda han declarado “persona non grata” al rey, incluso a la familia real, como si eso tuviera alguna efectividad. Se exhiben pancartas con la leyenda épica “Cataluña no tiene rey”, como si eso fuera verdad. El rey lo es de España de la que Cataluña, mal que les pese, forma parte sin expectativa alguna de separación. Todo ello es puro teatro para la representación de “realidades” inexistentes y la creación de emociones negativas.
Pretenden que su rechazo al rey arranca del mensaje del 3 de octubre de 2017, una mentira más. Ya antes lo plantaban e injuriaban, suponiendo (erróneamente) que la monarquía parlamentaria es el eslabón débil del Estado que quisieran desintegrar; al contrario, es la forma política del Estado español, luego tiene la fortaleza del Estado.
Pero el 3 de octubre les sirve para redondear la mitología del 1 de octubre. El rey, como jefe del Estado, cumplió con su función constitucional ante los gravísimos hechos que se estaban produciendo en Cataluña promovidos por (o con la autoría de) las autoridades de la Generalitat que, “de una manera reiterada, consciente y deliberada” incumplían la Constitución y su Estatuto de Autonomía y demostraban “una deslealtad inadmisible hacia los poderes del Estado”, deslealtad que, si ha amainado en los actos, continua presente en palabras y propósitos de esas autoridades, nuevas en cuanto a detentores y viejas en los comportamientos formales.
¿Qué hubieran dicho en un mensaje los jefes de Estado de Alemania, Francia o Italia, por ejemplo, de producirse una rotura del orden constitucional y un desafío parecidos en uno de los territorios del respectivo Estado? Probablemente, sus palabras no hubieran diferido mucho de las del 3 de octubre.
La inquina de los secesionistas hacia el rey no tiene ninguna justificación en la conducta del rey, ni tiene fundamento racional alguno. Solo es teatralidad, pasto emocional para seguidores, un perjuicio para Cataluña y una pésima estrategia para ellos mismos. Les gusta referirse a Escocia y exigen que se les trate como a los independentistas escoceses, pero no se comportan como esos escoceses, cuya relación con la reina Isabel II es exquisita. Resulta inimaginable que Nicola Sturgeon, ministra principal del Gobierno Escocés, no acuda a un acto de la reina en Escocia al cual haya sido invitada.
Que el rey, que es el jefe del Estado, sea ignorado por las autoridades de la Generalitat de Cataluña, configurada como un poder del Estado del que el presidente de la Generalitat es el máximo representante ordinario, es un monumental despropósito, algo que no se da en ningún país de nuestro entorno europeo. El único aspecto positivo de esta absurda situación es que contradice rotundamente la retórica secesionista sobre el Estado represor y la falta de democracia plena, si ambos infundios fueran ciertos, tendrían que rendir pleitesía obligada al rey.
No se les pide pleitesía, ni siquiera lealtad institucional forzada, sino simplemente la educación propia de la madurez política, madurez de la que carecen. En democracia las buenas formas institucionales nunca sobran, son una obligación ética, estética y política. Deberían avergonzarse de que se les tenga que recordar cosa tan elemental.