Pasó algo tremendo, el otro día en televisión. Estaba la simpática Nuria Roca con su marido, Juan del Val, en un programa de cosas más o menos graciosas, cuando Juan le dijo a su esposa:

--Todas las mañanas dices una frase que no puedo soportar: “Yo, hasta que no me tome un café, no soy persona”. Deja de decirlo. Te lo pido por favor.

Ella, aparentemente sorprendida y un poco molesta, trató de justificarse:

--Yo lo que digo es: “No me hables hasta que me tome un café… porque no soy persona”.

Pero Juan tuvo que remachar el clavo:

--Las frases hechas no se deben decir, porque son para rellenar huecos.

Pobre Nuria Roca, puesta en evidencia. Y pobre también Juan, que debía de haber escuchado tantas, tantísimas veces esa frasecita que le picaba los nervios sin nunca decidirse a afeársela, hasta el momento en que se hallaba ante las cámaras.

¿Se le habrán acabado las ganas a Nuria de decirle a su marido esa frase hecha? Es domingo por la mañana, acaba de despertarse, él ya está hablando, explicándole no sé qué, que si patatín que si patatán, ella va a decirle que hasta que no se tome un café no es persona… pero en el último momento recuerda el bochorno de la tele, se muerde los labios y guarda silencio.

Hay que decir que así Juan del Val gana calidad de vida, ya no tiene que oír la irritante frasecita, pero, en cambio, ha abierto  entre su mujer y él un pequeño barranco –no diré abismo--, de incomunicación, una distancia, un recelo.

Veamos. Ciertamente las frases hechas nos ahorran el esfuerzo de pensar, y dan, de quien recurre a ellas, la idea de una mente sumisa y gregaria, que se acoge a un saber  común pedestre, y que no pocas veces quiere arrastrar al interlocutor a la complicidad de ese consenso general impersonal. “Qué buenos días estamos teniendo, ¿verdad?” Son cosas que se dicen para no decir nada. Como ruido sin otro sentido que el de cubrir un silencio.

A veces uno lo siente como un escamoteo. Por ejemplo te encuentras con alguien al que no veías en mucho tiempo, le preguntas cómo le van las coas, y responde: “Con la que está cayendo... quién más quién menos todos tenemos que apretarnos el cinturón… pero en fin, ¡ahí estamos!” ¿Qué te ha dicho? ¡No ha dicho nada!

Frases hechas, lugares comunes, huecos tópicos, pueden ser muy irritantes cuando predican una verdad que en el fondo es muy discutible. Cuando la propaganda convierte sus lemas en frases hechas axiomáticas, es que tiene éxito. “España va bien” , “Sí se puede”, “Esto va de democracia”, “España nos roba”, etc.

Ahora bien, como decíamos antes, recurrir a la frase hecha es una forma de rendición, es negarse al esfuerzo de pensar. Y eso es la muerte.

--Hoy es viernes.

--Sí, tenemos ya el fin de semana a la vuelta de la esquina.

¡Hombre! Esto es el pensamiento nulo, el encefalograma plano, la muerte de la vida mental.

--La vida es maravillosa, ¿verdad?

--Hombre, pues… eso depende.

Ahora bien: en este caso concreto (de Nuria Roca y Juan del Val) la pereza de la mujer está justificada; al despertar por la mañana, cuando le dice a su marido que antes de tomar un café ella no es persona, está diciendo una verdad, porque quien formula (¡por enésima vez! ¡como cada mañana!) esa frase hecha no es aún ella, sino un ser previo, previo a lo que todos, y especialmente su marido, conocemos como el ente “Nuria Roca”.

Este ser que emerge de las nieblas oníricas, a medio reconstituirse como Nuria, es todavía una criatura híbrida y magmática, de imprecisos contornos, algo que sale del sueño y se halla en transición, de vuelta hacia el ser-de-Nuria-Roca, su yo individual, personal, diferenciado, bien perfilado, con todos sus atributos, su voluntad, sus recuerdos, su inteligencia: su persona.

 Transición que no puede completarse hasta que, precisamente, se tome su estimulante taza de café calentito.

Y entonces, cuando lo tome, ya será persona. Y no una persona cualquiera, sino, con total exactitud, Nuria Roca.

Juan del Val debería estar encantado, al prepararle el café y llevárselo a la cama, de asistir, gracias a las prerrogativas del cónyuge, al momento prodigioso en que el capullo del gusano se rompe y brota la mariposa, y al primer aleteo, grácil y nervioso, de las delicadas alas...

Ojalá lea estas frases, y persuadido por ellas, en adelante aguarde, con alegre expectación, el momento de cada mañana en que ella le diga: “Hasta que me tomo un café no soy persona”.