Desde hace unos meses la estrategia del Partido Popular muestra una tendencia general: asaltar el Estado, desligitimando a los partidos que en estos momentos ocupan el Gobierno y afirmando un día sí y otro también que lo hacen ilegítimamente, como si no hubieran ganado las últimas elecciones. Para conseguirlo ha iniciado un ataque sistemático al crédito de todas y cada una de las instituciones, empezando por los tres poderes que, se supone, configuran la base de las sociedades democráticas.
No reconoce el Parlamento como lugar de diálogo y menos aún su capacidad legisladora. No acepta la obligada renovación del poder judicial. No asume las normas que, en función de las leyes democráticamente aprobadas, aplica el Ejecutivo.
En realidad se trata de la misma estrategia que siguen en Cataluña los independentistas más montaraces que pretenden ser los únicos capaces de establecer qué es y qué no es democracia, qué leyes tienen que ser respetadas y cuáles pueden ser conculcadas.
A los independentistas la capacidad para establecer lo que sea el bien y el mal les viene dado por el hecho de que hablan en nombre de la patria y son los únicos que pueden hacerlo con propiedad. Exactamente igual que ocurre con los representantes del PP: ellos son los depositarios de las esencias de España, los únicos que pueden utilizar su nombre. Hasta hace unos meses los populares consentían a Ciudadanos hablar bajo el paraguas de España, no porque creyeran que las huestes de Arrimadas tenían derecho a ello, sino porque así se multiplicaban las voces que descalificaban a los antiespañoles del PSOE y de Podemos. Desde que Ciudadanos ha adelgazado electoralmente y con ello ha perdido discurso, su apoyo ha pasado a ser innecesario. Ya es sólo cosa de tiempo que acaben formando parte de la antiespaña.
La estrategia del PP es de tierra quemada y responde a un lema atribuido a Santiago Carrillo: “Nadie a mi izquierda”. Casado lo ha llevado al paroxismo: “Nadie en la izquierda”. Sólo así se explica que se exija que Podemos no intervenga en las negociaciones como argumento para no cumplir las normas que imponen la renovación del poder judicial. En realidad, todo forma parte del mismo discurso que divide a los que viven en España en dos tipos de individuos: los españoles, que votan al PP (y a lo sumo a Vox, que le sirve de muleta y justifica las medidas más derechistas) y los que no lo son: todos los demás, que ni son demócratas ni españoles ni gente de bien. Contra ellos vale todo.
En los últimos días se ha visto que el PP no reconoce que el Gobierno forme parte de España, por eso en el caso de la crisis de Ceuta se ha puesto del lado del reyezuelo de Marruecos y ha aprovechado para recriminar a Podemos que defienda lo mismo que las Naciones Unidas para el Sáhara. Debe de ser porque el dictador marroquí es amigo del rey de España, hijo de un español nacido en Roma y defraudador confeso, como tantos empresarios a los que el gobierno de Rajoy concedió una amnistía fiscal. Por puro patriotismo.
En los últimos dos años el PP ha puesto en tela de juicio el voto de censura que acabó con el Gobierno de Rajoy. No porque no fuera legal y ajustado a derecho, sino porque le perjudicaba. Ha cuestionado las decisiones judiciales cuando le han perjudicado. Ha arrojado dudas sobre el reparto de las ayudas que puedan llegar algún día de la UE. El PP, que indultó a un conductor homicida que tramitó el indulto a través de un despacho en el que trabajaba un hijo de Gallardón (entonces ministro de Justicia) se permite discutir la capacidad de este gobierno para indultar a quien convenga. El partido que, junto a los de los independentistas catalanes, más ha manipulado una cadena de televisión pública (con condena en firme en su día) critica con alevosía el trabajo de los profesionales de TVE. La última desfachatez (pero no la más grande) ha sido la crítica al proyecto de poner peajes públicos y más que blandos en las carreteras cuando ellos pretendían ponerlos duros (y en manos privadas).
Sólo un asunto más: los populares han convertido las autonomías en instrumentos de deslegitimación del gobierno central. Exactamente igual que los independentistas en Cataluña. Sus dirigentes (con Díaz Ayuso al frente) imitan a un personaje de La Regenta que entraba en el casino, se dirigía a los tertulianos y les espetaba: ¿De qué se habla que me opongo?
A Casado le ocurre como a Marta Ferrusola que, cuando su marido perdió las elecciones calificó a Maragall y al tripartito de “okupas”. Como ella, los populares piensan que las instituciones son suyas. A lo sumo aceptarían a Vox. De realquilado.