Tras el afortunado hundimiento del bloque soviético, la lectura dominante hablaba de una nueva era: la del crecimiento económico sin fin y la homogeneización política del mundo. La combinación de globalización y revolución tecnológica impulsaría una economía que no sabría de crisis y, al unísono, facilitaría la asunción en todo el planeta de los cánones de las democracias occidentales. Unas ideas que, pese a ser tremendamente simplonas, cuajaron y conformaron el discurso hegemónico hasta que se impuso la cruda realidad.
Así, los ataques terroristas al corazón de Estados Unidos el 11S de 2001, nos despertaron dramáticamente del sueño de un mundo sin conflictos políticos. Por su parte, la posterior explosión, en 2008, de la burbuja financiera e inmobiliaria, hizo saltar por los aires el arraigado convencimiento de que nunca más sabríamos de crisis.
Pero no sólo nos creímos haber descubierto unas fórmulas mágicas para conducir la economía y la política, sino que, también, los avances científicos en el ámbito de la salud llevaron a no pocos a vislumbrar un futuro en que la enfermedad desaparecía y la vida se alargaría hasta límites insospechados. Un convencimiento que rozó el delirio con el transhumanismo. Sin embargo, la propagación de un simple virus nos recordó súbitamente “la posición tan extrañamente accidental y efímera del hombre en el universo”, recuperando la expresión de Bertrand Russell.
Pero parece que la lección no ha servido para mucho. Es sorprendente cómo se critica a los científicos por sus pequeñas dudas acerca de una vacuna que han desarrollado en apenas un año; en los diez meses transcurridos desde aquella primavera de 2020, en la que albergábamos la esperanza de que el drama del coronavirus sirviera de estímulo para reconducir la economía y política de un mundo que, previa la pandemia, ya se hallaba fracturado y desorientado. No ha sido así.
El pasado domingo, en estas mismas líneas, compartía las expectativas que generaba la nueva administración Biden, al enmendar los dislates de su predecesor, Donald Trump. Pero la sacudida del mundo occidental no se reconducirá con tan sólo el mejor hacer de los estadounidenses.
Algo profundo ha arraigado en nuestra concepción del mundo y del mismo sentido de la vida. Unas ideas a las que habrá que empezar a combatir si queremos recuperar equilibrios perdidos. Tras haber leído tanto como he podido para entender el qué nos ha sucedido, lo más sugerente, y ameno, que ha caído en mis manos es Decálogo del buen ciudadano de Victor Lapuente a quien, precisamente, entrevistaba Manel Manchón hace unos días. Una propuesta excelente para reencontrarnos, con uno mismo y con el otro. Aunque con un par de días de retraso, regálenselo por Sant Jordi.