Descubrir que la gente tiene tendencia no a votar al candidato que más le gusta, sino al que menos asco le da tiene mucho de esos viajes para los que no hacen falta alforjas, pero dos profesores de la universidad de Lausana, Suiza, se han tirado un tiempo estudiando el fenómeno para llegar a la conclusión de que está muy extendido votar contra alguien en vez de a favor de alguien. Entre todos los países estudiados, España se lleva la palma en lo de votar para hacerle la pascua al candidato más odiado, un hecho diferencial tan destacable como el de que los españoles seamos los máximos consumidores de cocaína del continente. La verdad es que no me ha sorprendido: yo mismo llevo años votando al candidato que me parece menos nocivo, no porque confíe en él, sino porque los demás me generan una grima considerable (hace años, durante una entrevista, el escritor inglés Julian Barnes me dijo que siempre votaba a los laboristas, aunque no porque confiara mucho en ellos, sino porque los conservadores le sacaban de sus casillas).
Intuyo que las inminentes elecciones a la presidencia de la comunidad de Madrid van a ir también en esa dirección. Dejando aparte a los true believers (gente inverosímil que REALMENTE confía en Ayuso, Iglesias o Monasterio, que ya es confiar), la mayoría de los madrileños acabarán otorgando su voto en contra de los recién citados o de cualquiera de los demás: lo principal será intentar perder de vista al candidato que más asco les dé. Y lo cierto es que hay donde elegir, pues la cuadrilla de cracks que se presenta a las elecciones no es precisamente como para echar cohetes. Salvo el CIS del gran Tezanos, que augura un éxito fulgurante de los partidos de lo que en España se considera izquierda, casi todo el mundo da por segura la victoria de Isabel Díaz Ayuso, no se sabe muy bien si porque el pueblo la quiere o porque, simplemente, ha dejado que la gente se matara a cañas durante la pandemia. No seré yo quien le quite méritos: pasar de llevar las redes sociales de Pecas, la mascota preferida de Esperanza Aguirre, a presidenta de una comunidad autónoma me resulta admirable, pero eso no quita para que cada vez que abre la boca diga unas burradas espectaculares, resumidas a la perfección en su grito de guerra, “Libertad (ella) o comunismo (el del moño)”. Tiene de su parte a los proveedores de cañas y a quienes las consumen (hasta el chef Jordi Cruz ha dicho que se vería capaz de votar por ella), y eso en Madrid incluye a mucha gente.
Añadamos que lo que le han puesto delante no es gran cosa. Ángel Gabilondo parece un buen muchacho, pero presentarse como “feo, fuerte y formal” (o algo parecido) es algo que puede quedar muy bien en la lápida de John Wayne o en la portada de un disco de Loquillo, pero desde que la política forma parte de la industria del espectáculo, dudo que te lleve muy lejos. Mónica García, de Más Madrid, parece una persona razonable, pero tampoco anda sobrada de carisma en el escenario, como se ha podido ver (y oír) en los debates hasta ahora celebrados. Y Edmundo Bal…¿Pues qué se puede decir aparte de que representa a un partido en proceso de demolición? Además de todo esto, IDA cuenta a su favor con una sidekick de relumbrón en la figura de Rocío Monasterio, que en el debate de la SER logró poner en fuga a Pablo Iglesias acusándole prácticamente de haberse enviado a sí mismo el sobre con la carta amenazante y las balas que también ha recibido el ministro Marlaska. Con esas dos juntas al frente de Madrid, exiliarse a La Gomera será una opción francamente razonable.
De todos modos, yo le agradezco a la señora Monasterio que dejara de disimular y sacara a la verdulera chillona a lo Pilar Rahola que lleva dentro, pues ha sido uno de los pocos momentos de sinceridad registrados en la carrera de su partido, Vox. Más que nada porque nos ha recordado la auténtica naturaleza de esos personajes tan modositos que, en vez de poner a desfilar por la Castellana a sus juventudes con camisa parda y pantalón corto, se pasan la vida haciéndose los demócratas. La performance de Monasterio en la SER me recordó aquella secuencia de la película de David Cronenberg La zona muerta en la que un político se refugia detrás de un niño para protegerse de un tiroteo: vamos a ver, a mí Pablo Iglesias me cae como una patada en las gónadas, pero no me lo imagino enviándose unas balas a Galapagar para hacerse la víctima (y a Marlaska, por inepto y pusilánime que se me antoje, tampoco). La actitud grosera y maleducada (pretendiendo, encima, parecer patriótica) de Monasterio echando a patadas del estudio a Iglesias puede que le haya servido para reforzar el amor de sus fans, pero para mucha gente la ha condenado al mismo triste destino que al político de la película de Cronenberg: así no se trata a nadie, ni siquiera a Pablo Iglesias, y los matones suelen caer mal, salvo a quienes son igual que ellos.
Como han descubierto los profesores de Lausana, en España nos gusta votar a la contra. Y así seguirá siendo mientras gente como Rocío Monasterio se comporte en público como hizo en la SER: seguro que hay bares en Madrid que la habrían puesto en la calle por mucho menos.