Camino de Barcelona, por la autopista A2, iba yo el otro día causando el habitual holocausto de insectos que se estampan contra el parabrisas y viendo de vez en cuando aplastados contra el asfalto los restos de aves, de gatos, de perros… Ese holocausto me recordaba un cuento de Pisón en El fin de los buenos tiempos, donde una pareja que viaja hacia Portugal se va encontrando en la carretera muchos, demasiados perros muertos, profecía ominosa, signo fatídico. Pero el día era tan claro, el cielo tan diáfano, que no me dejaba impresionar por esas víctimas colaterales. ¿Qué vas a hacer? ¿Parar en el arcén y rezar una plegaria?
Habiendo llegado ya a mitad de camino, a la altura de la ciudad de Zaragoza, que quedaba a mi derecha, detrás de una larga valla verde de chapa --allí levantada para que los vecinos de los suburbios no oigan el ruido del paso incesante de los coches-- me sorprendió, viniendo hacia mí, en sentido contrario por el centro de la autopista, un perro. Era un galgo. Corría, casi volaba por el carril central, que estaba despejado, pues los coches veían acercarse una mancha grande y creciente, a gran velocidad, y se apartaban. Corría el galgo dando saltos, como si el pavimento no fuese de asfalto sino de goma elástica, avanzaba veloz con elegancia, con mucho estilo, y quizá por ese saltar parecía muy grande, alto como un caballo.
Pasó a mi lado, por la izquierda, como una exhalación, y yo, viendo de reojo, a un lado y otro de la autopista, los altos parapetos, comprendí que aquel animal magnífico por más que corriese airoso --como un aristócrata que va en el carro, bien tieso y con la cabeza levantada, camino a la guillotina-- no tenía ninguna oportunidad de salvarse, estaba condenado a encontrarse, más pronto que tarde, con un coche, y morir en el impacto. La naturaleza misma de la autopista niega la posibilidad de supervivencia de un galgo, como dos y dos son cuatro.
De hecho, si aquel corría tanto, era, sin duda, porque era consciente del terrible peligro al que estaba expuesto, y quería escapar corriendo. Es probable también que estuviera pasando mucho miedo entre los rápidos coches. ¿Cómo se había metido en la autopista? ¿Por un error o por la maldad de su dueño? A los galgos, si no sirven para cazar, o si por el motivo que sea sus amos se cansan de ellos, los cuelgan de los árboles en los descampados…
Precisamente en la página final de Mexicana, su libro póstumo, que acabo de leer, Arroyo-Stephens cuenta una escena parecida, a la que asistió en Distrito Federal. Dice:
“De madrugada, por el estrecho andén central del periférico, camina un perro, triste, mansamente. Tal vez haya pasado así, caminando, la noche entera. Le tapan los ojos unas orejas largas, demasiado grandes, que le hacen ir cabizbajo, como contando sus propios pasos. Está flaco, tiene el pelo de color amarillento, con manchas sucias y blancas, desvaídas. Va casi rozando la verja que separa los dos sentidos del tráfico veloz, interminable. En cuanto dé un paso en falso o intente cruzar la calzada los coches, que no pueden detenerse, lo atropellarán mil veces. Quién sabe cómo se ha metido en esa trampa. El aire fresco del amanecer que entra con fuerza por las ventanillas del coche me entumece el rostro y me despierta…” Etc.
Pienso en los perros. Dice Safranski que “no hay duda de que se sigue pensando más allá del hombre, pero el más allá ya no apunta al arriba de Dios sino al debajo de lo animal. En lugar de Dios, el tema ahora es el mono”.
El mono, el perro, el cerdo; el pulpo, que sueña y cambia de color según sus sueños; el delfín; los animales más inteligentes, están tan callados como el mismo Dios. Pero esto se va a acabar, en un plazo de aproximadamente diez años sabremos lo que dicen y piensan. En varias universidades y laboratorios de ciencia del mundo se trabaja para descifrar, gracias a las nuevas herramientas de la Inteligencia Artificial y el Big Data, el lenguaje de diferentes animales.
El último de esos centros del que he tenido noticia es la universidad del Norte de Arizona, donde el doctor Con Slobodchikoff, un biólogo conductista experto en lenguaje animal, está registrando todos los sonidos (“vocalizaciones”) y expresiones de los perros y desarrollando un algoritmo para traducirlas al lenguaje humano.
--¿A qué lenguaje humano, concretamente? --Había llegado a Barcelona y estaba dando un paseo por el desierto Ensanche del Covid, cuando se despertó Chuky, el muñeco diabólico que habita en mí, y me hizo esa pregunta...
--Pues… al inglés, naturalmente.
--Naturalmente. ¿Y por qué no al catalán? --y lanza su risa de perro Patán. ¿Qué clase de discriminación es esta del doctor Slobodchikoff-Frankenstein? Volem gossos que bordin en català!
No estaba yo para bromas, pensando todavía en el galgo que horas atrás había visto en la autopista y en el perro mexicano de Arroyo-Stephens.
--Déjate ahora --respondí-- de monsergas y chistecitos, Chuky. ¿O es que no comprendes el inmenso progreso que será entender a los perros, a perritos como aquel tan mono que vimos el otro día en Madrid, atado por su correa a un poste a la puerta de un supermercado, sentado sobre sus patas traseras, mirando obsesivamente la puerta de vidrio por donde en un momento u otro tenía que salir el amo? Acuérdate: ¡Tenía una expresión a la vez ilusionada y angustiada que me conmovió!... Seguramente temía que su amo se olvidase de él y se fuera, dejándolo allí…
-- ¡Oh, pobre perrito abandonado! --Chuky se frotaba los ojos parodiando el llanto--. ¡Buuuu, buuu, buuuu!
--Chuky, quien no siente simpatía por los animales tiene una falla en su humanitarismo que… Los animales domésticos, tan amorosos, y hasta ahora mudos para nosotros… los perros y gatos, de vida relativamente breve comparada con la nuestra, y tan sustituibles que les damos sucesivamente el mismo nombre, ¿no te recuerdan el paso de las generaciones humanas que se alzan, se hunden y desaparecen en la tierra? ¿No ves un parentesco evidente entre nosotros y…?
--¡Claro que lo veo! ¿Sabes una cosa? ¡Tú mismo me has recordado siempre a un animal.
--¿Ah, sí?
--¡Concretamente a un cerdo!
--Pues… ni tan mal. No veo en ello ninguna indignidad, te lo aseguro.
Entonces, Chuky entró en una especie de paroxismo de rabia y sarcasmo, y atiplando la voz --que ya de suyo es atiplada y desagradable como la del difunto dictador Franco, lo cual tiene su guasa, pues físicamente se parece más bien al político Monedero--, dijo:
-¡Ah, soy el cerdito Ignacio! ¡Oink, oink, oink! ¿Dónde está mamá, que no la veo desde el pasado día de san Martín?... ¿Es cierto ese horrible rumor que corre por la pocilga? ¿Es verdad que ahora van a por mí? ¡Por favor, no me convirtáis en jamón!
--Chuky, esto no tiene gracia.
--¡Pues hazte vegetariano en vez de dártelas de sensible!... Pío, pío, pío --y lanzaba sus enfermizas carcajadas--. ¡Pío, pío, pío! Soy un pollito pequeñín, soy suave y desvalido… ¿De verdad me vas a clavar en un espetón y me vas a asar?
En fin, se puso a imitar a otros animales, hasta que de repente, en la esquina de Lauria con Provenza, vimos posada sobre la desierta acera una enorme gaviota. Entonces Chuky interrumpió sus charlotadas y me susurró:
--¡Chitón!... No hagas ruido, no te muevas. Quedémonos aquí quietos un rato, a ver si la vemos zamparse una paloma…